Hoy no sabemos quien es Alfonso Martínez Carrasco, pero este escritor publicó en 1938 sus Poemas rojos con muy buenos padrinos: Dolores Ibárruri, “Pasionaria”, le dedicó un párrafo elogioso y Antonio Machado le escribió un prólogo, en el que le presentaba como un “soldado del pueblo”, de estilo violento, que hacía versos que parecían proyectiles lanzados contra la cabeza del adversario. Su vocabulario no era del que acostumbrara a imprimirse, pero al gran poeta sevillano ya le parecía bien que el público pudiera leer las palabras que se utilizaban todos los días. No obstante, también parecía insinuar que, en aquellas dramáticas circunstancias, el valor literario tenía menos valor que el efecto propagandístico. Porque la auténtica prioridad no era otra que ganar la guerra, “que es lo vital de nuestros días”.
Ahora, gracias la esmerada edición recientemente aparecida en Guillermo Escolar, podemos disfrutar de Poemas rojos junto a otro título de Carrasco, Zafarrancho de España, centrado igualmente en la contienda. Un lenguaje directo y afilado sirve para denunciar las atrocidades enemigas. Los militares franquistas son los “hijos de Marte”, unos seres que matan por diversión, tanto que se aburren cuando no liquidan a alguien. Aunque han salido de los cuarteles para reprimir al pueblo, éste, lejos de amedrentarse, les hace frente con heroísmo. Sabe que son los instrumentos de los poderosos para mantenerles en un estado de servidumbre. La Guerra Civil, desde esta perspectiva, tiene fácil explicación. Todo se reduce a un conflicto en el que los ricos atacan y los pobres se defienden.
La Iglesia también recibe su ración de palos por colocarse del lado de la derecha y contribuir la opresión de los pobres a los que debería proteger. Carrasco hace una excepción para referirse a los curas vascos y a otros casos particulares, en los que ve a unos religiosos que sí honran a Jesucristo. La gran mayoría de católicos, por el contrario, se han convertido en cómplices del horror. De ahí que el poeta les maldiga con sus dardos más hirientes. Desea, por ejemplo, que mil culebras se cuelguen del cuello de los sacerdotes. Ellos han bendecido a los militares traidores y no tienen otro programa que convertir todo el país en un descomunal cementerio.
Machado se muestra indulgente con las numerosas blasfemias porque le parecen una paradójica afirmación de fe: para faltar al respeto a la divinidad, primero hay que proclamar su existencia. Se trata, a su juicio, de una forma específicamente española de religiosidad: “Es España el país donde más y mejor se blasfema”. La poesía de Carrasco contiene, en efecto, múltiples ejemplos en este sentido. Como cuando presenta a San José como un cornudo y pregunta si un general faccioso se ha tirado a la Virgen. En otra ocasión, un Jesucristo indignado con las atrocidades abronca a un obispo y dirige sus reproches contra el mismísimo Dios: “!Maldito sea mi puñetero padre!”.
No vamos a encontrar ninguna delicatessen para paladares finos. Todo lo contrario. Los versos de nuestro autor, el equivalente a la comida rápida, buscaban la movilización de los antifascistas y por eso la estética ocupa un segundo plano. El autor, de cuando en cuando, hasta se precipita en el mal gusto. Afirma, sin ir más lejos, que el Papa no puede orinar a gusto porque sufre una enfermedad de trasmisión sexual, la blenorragia. Lo importante, una vez más, no es la literatura sino la política, la forma en que se ridiculiza a Inglaterra por no apoyar la República, se canta al Madrid que resiste a los “nacionales”, o se denuncia el bombardeo atroz que ha sufrido Guernica.
Tanto Zafarrancho de España como Poemas rojos son poemarios de circunstancias en los que cuenta, sobre todo, ofrecer una visión en blanco y negro de la Guerra. La propaganda no admite sutilezas, solo maniqueísmo. Más que por su valor literario, Carrasco merece ser leído como reflejo de cierta mentalidad de izquierdas de la época y de su anticlericalismo furibundo. Sus versos nos ofrecen una muestra de las emociones que marcaron a tantos españoles progresistas, inmersos en una lucha a muerte para defender su República de los embates de la extrema derecha. No quedaba espacio para el matiz, solo para marcar con trazo grueso la frontera indeleble que, en el imaginario del momento, separaba a las dos Españas.
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