El otro día me echó una bronca un amigo por cenizo. Me llevé prácticamente una hora intentando convencerle de que el mundo se iba a la mierda. De que todo iba a ir a peor. He empezado fuerte este 2025. Con tanta serpentina en las fiestas, a uno se le hace a veces difícil olvidar los excesos, volver a los básicos. Esto es: no hay crimen más grave en esta vida que ser un coñazo y amargarle la tarde al personal. No me ha gustado nunca, en todo caso, ese binomio chungo entre pesimistas y optimistas.
El manido recurso del realismo frente a la alternativa pomposa y acrítica de la felicidad reglada. O la melancolía zombi o el imperativo de gozar por gozar. Me veo a mí mismo, como la mayoría, escogiendo equipo sin gana, ni convencimiento. Se cae en uno de los dos bandos casi por inercia, dependiendo del día. Por circunstancias. La noticia que te llevas a la boca con el desayuno. Cobrar a principio, a mitad o a final de mes. No cobrar. Que te duela algo, que ese justo día no te duela. Estar solo, acompañado o mal acompañado. Todas son variables que le dan algo más de entidad y explicación a esos estados de ánimo que, en fin, las dos palabrejas: optimista o pesimista. No le expliqué todo esto a mi amigo, pero le pedí perdón, todo sea dicho.
Hablamos de futuro, en realidad. Todo el rato. Esa otra palabreja. A mi siempre me paraliza. Mi generación es la generación que tiene incertidumbre por el futuro. Lo dicen todos los reportajes, todas las columnas. Miedo. Ansiedad. Ausencia de proyecto de vida. Incapacidad de emanciparnos. De tener una vivienda, de encontrar empleos estables. De tener la decisión de formar familias o no, de sentirte, en fin, algo más que un eterno avatar de ti mismo. Un estudio del Consejo de la Juventud dice, además, que el 60% de los jóvenes entre 15 y 29 años ha tenido pensamientos suicidas. En esas estamos realmente. El debate entre pesimistas y optimistas, a todas luces, no sé, se queda corto. Y el futuro, con los datos, sensaciones y realidades materiales sobre la mesa, es, como mínimo, difícil de llevar.
Me parto la cabeza pensando, sin embargo, y por no ser cenizo después del aviso de mi colega, en la necesidad de poner pies en tierra. Ahí está la lucha. En cómo explicar que la vida que vivimos merece ser vivida. Que merece ser defendida. Y creo que la clave está en los momentos de brecha. Me explico: hablo de una vida pequeña, molecular casi, que te enciende la chispa de una felicidad que yo siento como innata. Que no viene por la portada del periódico o un estado de ánimo concreto. Que resulta bellamente incontrolable. Cómo explicar, sin ánimo de ser un cursi de campeonato, a mi amigo y a otros tantos que me pasa precisamente en sus voces y en su presencia. También en los ojos de Ana. En la ensaladilla de mi madre. En el olor después de la lluvia en el barrio en el que vivo. En esa vida pequeña, en fin, que, sin querer, construyo. Construir. Ahí estaría el punto. Aprovechar esos momentos de despiste donde el mundo agrio de cuatro colgados multimillonarios jugando al Risk con la vida de todos parezca un chiste al que, acompañados, quizás no tendríamos tanto miedo. Sabríamos responder. No paralizarnos. Inventar nuevas lenguas, nuevos relatos, que, frente a la cutrez e imposición de tantos para imaginar solo mundos en llamas, se oponga y los abata.
Emmy Hennings dejó escrito en Cárcel, uno de esos libros que te duele y te acaricia en cada párrafo: "¿Futuro? ¿No suena demasiado...ambicioso?". A veces pienso que habría que abolirlo hasta que hable esa lengua nuestra. Como un dialecto hermoso contra toda forma de terror, contra toda forma de dar, avariciosamente, la turra.
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