No estoy seguro de que el conocimiento me haga más feliz, pero sí menos vulnerable. A menudo me pregunto cómo logro vivir enfocado solo en el día a día: en mis rutinas, el trabajo, la familia, los amigos y, a veces, en alguna pequeña afición, como correr o andar en bicicleta. De vez en cuando, leo una novela o, rara vez, escribo un poema.
Pocos de nosotros sabemos quién fue Rousseau, y muchos ni siquiera conocen qué es “El contrato social”. La escasa participación en la vida política me lleva a sentir que mi responsabilidad se limita a votar en las elecciones, aunque una gran parte de la población, tanto en mi país como en otros, ni siquiera participa en este acto fundamental. En países considerados “cunas de la democracia”, como Estados Unidos, la abstención ronda el ochenta por ciento del censo. Esto significa que el país es gobernado por una minoría que impone su modelo de sociedad al ochenta por ciento restante que dice no interesarse en la política. Sin embargo, es la política la que me permite caminar y hablar en libertad, mejorar mis condiciones laborales y disfrutar de un entorno adecuado para desarrollar mi vida.
Existe una desafección por la política que se confunde con la clase política, como consecuencia del alejamiento de la sociedad de los partidos tradicionales, del sistema que fomenta la comodidad, el conformismo y el individualismo, y de nuestra renuncia a afrontar de forma organizada y colectiva los problemas que nos afectan. Somos propensos a la protesta desorganizada y a la crítica superficial, pero poco a la participación social y política.
Rousseau fue un filósofo francés que, en su obra El Contrato Social (1762), propone que se forme un contrato social para superar los problemas de la propiedad privada y la desigualdad. Este pacto es un acuerdo en el que todos renunciamos a nuestra libertad natural y nos sometemos a la voluntad general para crear una comunidad política organizada y justa. Este contrato es la base de nuestra convivencia. La constitución española de 1978 configura el Estado como social y democrático de derecho, lo que significa que la búsqueda de la justicia social y los valores democráticos deben ser su prioridad. La democracia implica que las decisiones importantes se adoptan por la mayoría por mayoría, pero también que hay cuestiones sobre las que no se puede decidir ni siquiera por mayoría, como los derechos humanos. Sin embargo, como vemos a diario, no siempre es así y cientos de miles de personas son despojadas de su derecho a existir por el color de su piel o su pobreza.
Las crisis son momentos de ruptura en los que aparecen quienes, con un lenguaje popular y engañoso, intentan convencernos con promesas imposibles, empoderando valores tradicionales a los que nos aferramos para culpar al otro, al diferente, al pobre o al racializado de lo que ocurre. Hubo un tiempo, tras la Segunda Guerra Mundial, en que a los poderosos les interesaba la democracia y proporcionaban cierto bienestar y garantías de estabilidad a amplias mayorías.
Pero con el neoliberalismo, esa realidad ha quedado en el olvido; el poder ya no necesita nuestra tranquilidad ni la democracia. Ejemplos claros son China, Rusia y Estados Unidos. En la cárcel de Guantánamo, inaugurada en 2002, todavía permanecen detenidas indefinidamente sin cargos ni juicio cuarenta personas. A pesar de su promesa, Barack Obama no la cerró, pero si recibió el Premio Nobel de la Paz.
La cuestión es que a los nuevos dueños del mundo ya no les importamos, e intentan imponernos su modo de vida, el “sálvese quien pueda”, sin importarles muertes, sufrimientos o tragedias como las de Ucrania y Palestina, o las de millones de personas en Asia y África, porque representamos un obstáculo para su poder. Disminuir las funciones del Estado y despojarlo de su contenido social para entregarlo a la voluntad de los mercados es su objetivo, todo en nombre del negocio y de las grandes corporaciones. Se ha roto ese contrato social que aseguraba nuestra convivencia, y ya no importan ni las formas ni las apariencias; el objetivo es destruirnos la vida.
Vivimos en sociedades aparentemente democráticas, donde no se respetan los derechos fundamentales, el poder judicial interviene en la política y los partidos son cárteles que no representan los intereses de la ciudadanía. La sanidad y la educación pública están siendo desmanteladas, y los servicios y la seguridad social se venden a manos privadas, mercantilizándose y privatizándose todo, desde el agua hasta nuestros sueños.
Mientras tanto, me sorprende que sigamos diciendo que todos los políticos son iguales, que no podemos hacer nada para cambiar la situación, protestando en la barra del bar o en las charlas familiares, limitándonos a vivir. Aunque eso ya es una tarea difícil e importante, nunca ha sido suficiente, y menos en los tiempos que corren. No comprendo cómo no nos rebelamos, cómo no participamos, y permitimos que nos gobiernen quienes nos están despojando, gentuzas que están acabando con la vida en el planeta.
Quizás por eso los dictadores, el trumpismo, y sus imitadores tienen tanto éxito: se aprovechan de nuestra pasividad. Me irrita que continuemos con nuestra vida como si nada. Nuestra pasividad y conformismo son preocupantes; el individualismo nos condenará a condiciones de vida inhumanas. Solo desde lo común y lo colectivo podremos salvarnos como humanidad. Para ello, es necesaria nuestra participación en la sociedad: manifestándonos en las mareas, luchando contra la contaminación o reclamando el derecho a una vivienda digna. Porque si las personas decentes no hacemos política, otros lo harán por nosotras. Hablar no es suficiente.
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