El poeta decimonónico Joaquín Bartrina no es hoy especialmente conocido. Uno de sus versos, sin embargo, conserva la más palpitante actualidad: “Si habla mal de España… es español”. Todos los días, en efecto, nos encontramos las afirmaciones más tremendistas sobre nuestro país en boca de nuestros compatriotas. Se ha puesto de moda, por ejemplo, decir que vivimos en un Estado fallido, algo en lo que coinciden tanto los independentistas como la extrema derecha. Como si no hubiera una distancia sideral entre nuestra experiencia cotidiana y, pongamos, la de Somalia. Aquí tenemos policía, escuelas, pensiones… La Justicia la imparten los tribunales y no los señores de la Guerra. Por otra parte, hemos leído incontables veces que Pedro Sánchez es un odioso dictador como si fuera Hitler, Mussolini o Videla. Cualquiera diría, tomados ciertos comentarios a la letra, que la oposición sufre la más terrible clandestinidad.
España, desde esta óptica, sería un desastre sin paliativos. No se trata de la constatación de un hecho, verdadero o falso, sino de pura metafísica: es un desastre ahora, lo ha sido antes y lo será siempre. No hay redención. Toda su historia sería una sucesión de hechos más o menos lamentables. Contra este catastrofismo se alza Rafael Núñez Florencio es El mito del fracaso español (La Esfera de los Libros, 2024), un libro muy bien documentado, muy bien razonado y condenadamente bien escrito, con una prosa de pasmosa fluidez. Pero su mayor virtud no es ninguna de las mencionadas sino su ecuanimidad, un equilibro que se echa de menos entre tanto maximalismo que nos acecha. El autor se aleja tanto del derrotismo enfermizo de la izquierda como del triunfalismo desaforado de la derecha. Ni damos vergüenza ni somos los mejores del mundo. Nada de leyenda negra ni de leyenda rosa.
Núñez Florencio dedica buena parte de sus páginas al revisionismo hipercrítico que condena nuestra transición democrática como un fraude. Si antes era un modelo para exportar, ahora se ha convertido en una abominación. Las virtudes como la reconciliación y el consenso se transformaron, por el camino, en los indicadores supuestamente inequívocos de la cobardía de nuestras élites.
Ni siquiera podríamos ufanarnos del carácter pacífico del proceso. Nos encontraríamos, por el contrario, ante una etapa violenta, al menos según libros como el de la hispanista francesa Sophie Baby. Muchos olvidan así que no nos vimos inmersos en otra guerra civil, algo que entonces no había que dar por descontado, ni sufrimos otra dictadura pese a la intentona involucionista del 23-F. Con toda la razón, nuestro autor critica la mirada presentista del cambio político, como si la España de hoy y la de ayer fueran la misma. ¿Qué se hicieron concesiones que en un mundo perfecto no deberían hacerse? Sí, claro. Pero en ningún lugar se han pacificado los espíritus sin que los dos bandos cedieran en algo.
Los críticos de la Transición, como queda patente una y otra vez, parten de una trampa intelectual: comparan lo peor de España con lo mejor de otros sitios y mezclan así peras con manzanas. Chile se convertiría así en un modelo para nosotros por haber esclarecido públicamente la verdad sobre el pinochetismo. Es cierto que en Santiago existe un Museo de la memoria verdaderamente modélico y digno de envidia, pero… ¿Cuál es, todavía hoy, la constitución allí vigente? La que se estableció en 1980, es decir, durante la dictadura.
Miremos donde miremos, las luces se mezclan siempre con las sombras. Nuestra visión ha de ser global, sin elegir unas u otras en función de la conveniencia del momento. Nadie es perfecto, por más que nos empeñemos en fijar arquetipos ideales. Para decir que España no es un país “normal”, antes deberíamos especificar que entendemos por “normalidad”. ¿Una democracia a la inglesa, tal vez? Pues fijémonos en que el Rey de los británicos es también el jefe de la Iglesia, o en que al otro lado del Canal persisten también otras antiguallas como la Cámara de los Lores.
Una vez puestos a destrozarlo todo, no solo es la transición la que recibe palos por todas partes. El imperio hispánico también es objeto de los denuestos más apasionados, hasta el punto de que se asegura que deberíamos perdón por lo que hicieron individuos de hace quinientos años con los que no tenemos nada que ver. La contradicción resulta muy divertida: los mismos que aseguran que España no existe hasta el siglo XIX son los mismos que la culpan de los desafueros de los conquistadores trescientos años atrás. Por otro lado, hay otro contrasentido que también nos llama poderosamente la atención. Si de verdad el hispánico fue un imperio de chichinabo, ¿cómo se las arregló para persistir durante tantos siglos? La historiografía, obsesionada con los puntos negros, a menudo se ha olvidado de lo que funcionaba bien.
En cuanto a la tan cacareada leyenda negra, Núñez Florencio, con buen criterio, duda de su misma existencia, en el sentido de que no detectamos “una animadversión permanente y descalificadora hacia España”. Otra cosa es que, en un momento dado, nos criticaran desde fuera de la misma forma que nosotros también criticamos a los demás. Ahí están los numerosos tópicos anglófobos o francófobos que jalonan nuestro pasado.
Nuestro país, en cualquier coyuntura, siempre habría elegido el peor camino. La historia de España sería, por tanto, una sucesión de oportunidades perdidas. Eso nos lleva a idealizar acríticamente a los perdedores, hasta el punto de que unos señores medievalizantes como los comuneros aparecen como prácticamente republicanos e izquierdistas, como si Padilla, Bravo y Maldonado fueran Iglesias, Monedero y Echenique. Este derrotismo nos hace olvidar que España, por increíble que parezca a algunos, también fue pionera en cosas buenas. La Constitución de 1812 tuvo muchos imitadores tanto en Europa como en América, como sabe todo aquel que conozca un poco de nuestro siglo XIX.
Vivimos en España, no en Españistán. El mito del fracaso español rebate con soltura multitud de estereotipos que nada tienen que ver con los acontecimientos. Su lectura resulta gratificante a la vez que descorazonadora. No acabamos de creernos, por muchas vueltas que le demos al tema, cómo es posible que, a estas alturas, tengamos que gastar tanto tiempo en argumentar lo evidente: que España es un país normal, ni mejor ni peor que cualquier otro.
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