María Jesús Montero en una visita a Jerez. FOTO: MANU GARCÍA.
María Jesús Montero en una visita a Jerez. FOTO: MANU GARCÍA.

“Vamos a estar todo el año aquí en este piso de estudiantes. Si saben que somos de pueblo nos van a engañar en todo lo que puedan, así que vamos a ir a esa pastelería de abajo a comprar dulces, pero vamos a hablar bien… –“Hola buenas. Queríamos media ossena oscos”-. La escena, como alguna de películas en boga, está basada en hechos reales. Ocurrió en 1981, Granada fue el lugar, el barrio de la plaza de toros testigo y el que suscribe y un amigo los protagonistas. El efecto inmediato fue salir lo más rápido posible del establecimiento avergonzados, tras percatamos del magno ridículo hecho. Siempre he recordado aquella anécdota y la cuento para defender que no hay que renunciar a nuestra forma de utilización del lenguaje (sí, bajo el paraguas del nivel formal). Hacerlo es renegar de dónde venimos, quiénes somos y a dónde vamos.

Lo cierto es que los que somos de pueblo, cuando abandonamos nuestra zona de confort (expresión de moda) intentamos de alguna manera transformar nuestra habla y adaptarla a la del entorno en cuestión. Es un hecho que políticamente no está bien visto comunicarse en “andaluz” fuera de nuestra comunidad, sobre todo en ámbitos urbanos y por encima de Despeñaperros, y menos aún si partimos de uno de esos pueblos de la Andalucía profunda. Ejemplifico con las críticas, calificaría de xenófobas, hacia el acento de la ministra portavoz María Jesús Montero: “…Mujer, andaluza y de izquierdas… “. Vaya cóctel molotov, aunque le hubiera faltado decir “ser pobre” para cerrar el círculo.

Pero el mayor obstáculo es que los andaluces, sobre todo los pobres y rurales, no solo hablamos fatal, también somos flojos, ignorantes, poco aseados... eso sí, muy graciosos (para compensar). Los tópicos no son de ahora, se han forjado a través del tiempo. En 1782 el catedrático de la Universidad de Salamanca, Francisco Pérez Bayer, realiza un viaje por Andalucía. Describe parte del trayecto desde Sevilla a Gibraltar de la siguiente forma: “Ese se día temprano salí de Cádiz para el campo, comí en un Ventorrrillo al pie del cerro en que está la ciudad de Medina Sidonia a seis leguas de Cádiz… Vi comer a unos miserables arrieros que conducían víveres al campo. Sacaron un mortero o cuenco grande de madera, llenáronle de agua turbia y cenagosa, echaron un poco de sal, otro poco de aceite y vinagre, sentáronse alrededor, cada uno sacó un pan y echó en aquel caldo una docena de migas y se pusieron a comer y este fue el principio, el fin y postre de la comida, ni huevo, agua ni menos vino hasta que alguno de los que miravan aquel espectáculo les hizo dar un trago y remojar, como ellos dijeron, la palabra. Yo bien creo que sea causa de esto la miseria de los pueblos de aquella vecindad y de casi toda la Andalucía, pero estoy en que tiene también su parte en ello la desidia, la flojedad e imputación y más que todo la natural porcuna y cochinería con que se crían, viven y mueren sus naturales de lo que se llama vulgo inferior”. La cita es demasiado amplia, va a consumir parte de las setecientas palabras consensuadas. He de valorarla positivamente cuando describe la realización del gazpacho, no más allá; son indignantes los calificativos que utiliza al referirse a los andaluces pobres.

El domingo 3 de mayo, en el programa de culto de la progresía española En lo de Évole, Sandro Rosell, se defendía (¿?) de ser rico. Contaba que, llegadas las elecciones, los políticos presumían de que sólo tenían mil euros en la cuenta corriente. “Yo a uno que lleve 30 años trabajando y tenga mil euros en la cuenta no lo voto. Si tú te has administrado en 30 años tan mal, ¿cómo vas a administrar al país?, es al revés”. El argumento tiene tanta lógica interna en la ideología de la burguesía catalana, que voy a resistir la tentación de rebatirlo. “Es al revés”, lo que sí quiero constatar es que el halo despectivo que rodea al dialecto andaluz, a la mujer de izquierdas, al extranjero pobre (al jeque árabe se le pone el pompis si hace falta), o a los que defienden el lenguaje no sexista, la educación y la sanidad de todos y para todos con el argumento de que los servicios públicos no deben ser un negocio: forman parte de esa lucha de clase dominante por mantener su preminencia y privilegios. La renuncia o la aceptación de la derrota antes de empezar la partida del “vulgo inferior”, no solo significa renegar de nuestras señas de identidad, sino también dejar que nos machaquen nuestra dignidad. Soy consciente de la simplicidad del planteamiento pero deberíamos seguir el ejemplo de los ricos y luchar por lo nuestro. No es lo que ellos quieren que pensemos, es al revés.

Este artículo se publicó originalmente en Portal de Andalucía

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