Empieza un curso escolar, nuevo en muchos sentidos. No es nueva, sin embargo, la carga de incertidumbre, inquietud y preocupación, aunque este año sea más pesada de lo habitual.
Desde hace mucho, sistemáticamente el gobierno autonómico (los pesoístas, primero y los peperos y Cía., después), cada nuevo curso, ha venido proporcionando a profesorado, equipos directivos y familias y alumnado una buena ración de incertidumbres: supresiones planificadas y sorpresivas de grupos y puestos docentes, reajustes de ratios, siempre ilegales y siempre por encima de lo aconsejable desde el punto de vista educativo, asignaciones económicas insuficientes, plantillas y cupos siempre calculados a la baja, escasez de plazas escolares públicas en algunas zonas, la pesadilla de la escolarización de 0 a 3 años, la falta de personal laboral para atender tareas administrativas y de limpieza, las contratas en los comedores escolares, la ausencia de monitoras y un largo etcétera. Todo ello ha venido teniendo diversas justificaciones que, no obstante, remiten siempre a la misma realidad: el gasto en materia educativa siempre es escaso y descendente desde hace décadas en Andalucía. Para ello, cada año se recurre a malabarismos estadísticos en los presupuestos, que maquillen el estado de asfixia de la educación pública y borren las huellas del desastre. Y mientras esto sucede en la educación pública, la privada concertada, sostenida igualmente con fondos públicos, recibe el dinero con largueza, mientras se consiente una segunda fuente de financiación, a cargo de las familias, y se abren sin cesar unidades basándose en una supuesta demanda social y en el inexistente “derecho de los padres”, no a la elección de centro, sino a que dicha elección sea financiada con fondos públicos.
Pues bien, en este estado de cosas, y con un firme defensor de la enseñanza privada al frente de la educación andaluza, llegó el COVID-19.
El curso pasado se terminó como se pudo. Y si el naufragio no fue total se debió en exclusiva a la voluntad, el trabajo y el esfuerzo de miles de docentes que cada día, confinadxs en sus casas, atendieron a su alumnado sin horarios, sin descanso y con un nivel de desgaste emocional y físico importante, haciendo frente a situaciones imprevistas con sus propios medios y sin apoyo alguno de la administración educativa. Su labor ni siquiera ha tenido reconocimiento social. Nadie ha aplaudido al profesorado, sobre el que incluso se extendió a final de curso la sospecha de que tal vez estaba en su casa tan a gusto, sin tener que lidiar con el alumnado de forma presencial.
A finales de junio, la Consejería de Salud y Familias publicó unas “Medidas preventivas de salud pública” para Andalucía. (Orden de 19 de junio de 2020). En dicha orden, se dedica media pagina a las medidas en el ámbito de la enseñanza no universitaria, tras haber establecido profusamente medidas para el turismo, la celebración de bodas y funerales y los espectáculos taurinos. Lo primero, es antes. En ellas se establece que el retorno a la actividad docente para el curso 2020-21 “se regirá por las condiciones sanitarias vigentes a comienzo de curso”. Lo digo por si alguien alude a esta orden como un instrumento de prevención.
Y así, llegamos al Acuerdo del Consejo de Gobierno, de 28 de agosto de 2020, por el que Juanma Moreno y amigos dicen que “se toma conocimiento de las medidas de prevención, protección, vigilancia y promoción de la salud ante casos de COVID-19 en centros y servicios educativos docentes no universitarios de Andalucía”, seguido de una circular de 3 de septiembre, “relativa a medidas de flexibilización curricular y organizativas para el curso escolar. 2010-21”.
En esta circular, el término “flexibilización” se utiliza como es habitual, es decir, para encubrir la ley del sálvese quien pueda y la pretensión de paliar los estragos de la crisis sanitaria en educación a “coste cero”, expresión también muy grata a la administración educativa pesoísta desde la crisis del 2008. Por supuesto, nadie, ni antes ni ahora, valora el alto coste que tiene para la educación pública el llamado “coste cero”.
Estos días, se me pasan por la cabeza insistentemente dos pensamientos y una pregunta. Uno: no puedo dejar de pensar con alivio que a mediados de mes no tendré que entrar en un aula en estas condiciones. Toda mi empatía y solidaridad con quienes sí deben hacerlo. Dos: esta “nueva normalidad” en la enseñanza pública puede suponer un paso decidido – en paralelo a lo que puede ocurrir en sanidad con la atención primaria- hacia una enseñanza semipresencial. Es decir, la administración educativa, aprovechando la coyuntura de una emergencia sanitaria (no entro aquí a valorar cómo se ha gestionado esta crisis) quizás intente derivar una parte de esta enseñanza a la semipresencialidad, lo que significaría una reducción drástica de gasto en la infraestructura escolar ( materiales, agua, electricidad, equipos informáticos, personal de limpieza, transporte escolar…), una flexibilización y reducción de la plantilla docente, por la vía de las habilitaciones y la reagrupación del currículo en ámbitos, y un deterioro aún mayor de la calidad de la enseñanza.
Y una pregunta: ¿estamos todavía a tiempo de evitar el naufragio?
Todo dependerá de si profesorado, alumnado, familias, personal no docente y la sociedad andaluza en general, todxs cuantos construimos y defendemos una educación pública de calidad, inclusiva, crítica, en igualdad y enraizada en su entorno, trabajamos para convertir esta coyuntura en una oportunidad transformadora, demostrando así de camino que hemos aprendido algo de la experiencia vivida en los meses pasados. Todo dependerá, en definitiva, de si somos capaces de construir, de una vez por todas, comunidad educativa. ¿Cómo lograrlo en estas circunstancias?
Para construir comunidad educativa, es necesario que todos los agentes, profesorado, familias, alumnado y personal de administración y servicios, se incorporen al proceso de reflexión para encontrar y asumir entre todos y todas las soluciones. Ello no implica, desde luego, que se exonere a la administración educativa de sus responsabilidades, que las tiene y aún sigue sin asumirlas, dando muestra de un nivel de irresponsabilidad y falta de planificación que, según se desarrolle el curso, puede rayar incluso lo delictivo.
En esta coyuntura, llevar a cabo reuniones en cada centro educativo es importante. Pero hablo, no de reuniones para comunicar a profesorado y familias las instrucciones de funcionamiento y las decisiones sobre la organización del curso. Hablo de reuniones en las que, tomando en cuenta las condiciones físicas, socioeconómicas y educativas de cada centro, se tomen decisiones y se adopten medidas.
Camino habría andado si se hubieran evaluado, centro a centro, los resultados académicos y los problemas y dificultades a las que se ha debido hacer frente durante el confinamiento. Ese debería haber sido el punto de partida.
En primer lugar, resulta increíble e inaceptable que se ningunee a un alumnado que sobrepasa el millón en Andalucía, sin contar la educación infantil, que no se le tenga en cuenta en las decisiones de calado que se están tomando sobre su trabajo, su tiempo y su futuro. No es de extrañar en una sociedad adultocéntrica como la nuestra y tan poco democrática y participativa, en la que de igual manera se ningunea al profesorado y a las familias. Esto da idea también de lo irrelevante de las medidas adoptadas hasta ahora por la Consejería. Prácticamente no existe, con ese volumen de alumnado, una familia en toda Andalucía que no tenga contacto con una criatura en edad escolar, lo que debería dar escalofríos a la hora de pensar en la seguridad sanitaria.
En segundo lugar, para establecer distancia, única medida que, hoy por hoy sabemos que frena los contagios – y no solo el uso de mascarilla, como pretende hacernos creer, de forma irresponsable y hasta criminal, el presidente de la Junta de Andalucía-, hay que reducir drásticamente las ratios y para ello no basta con ciertas clases no presenciales y con la reagrupación de asignaturas: se necesita profesorado. No es de extrañar, por tanto, que el profesorado esté organizando movilizaciones que incluyen la huelga. Estas acciones, además de un derecho, en estos momentos representan un intento de velar por la salud y la seguridad de ese millón largo de escolares andaluces cuya salud nos atañe y nos puede afectar a todos y todas.
Además, la enseñanza semipresencial y la organización de grupos debería hacerse en función de la experiencia del confinamiento y asegurando que las familias, todas las familias, cuenten no solo con los medios técnicos y tecniológicos adecuados, sino con los instrumentos para la conciliación familiar.
En tercer lugar, aunque no menos importante, la metodología para el proceso de enseñanza-aprendizaje no puede permanecer inalterada. No valen las clases magistrales, hace mucho de hecho que no valen, pero ahora ante un ordenador, todavía menos. No valen, no deberían valer, las páginas de ejercicios, ahora consultadas en una pantalla y no en un libro de papel o en la pizarra digital. No valen los exámenes de siempre con la tecnología de ahora. Es necesario caminar hacia una metodología más activa y participativa, que asegure la reciprocidad en el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Y no puedo olvidar, porque creo firmemente en ello, que nada puede ni debe sustituir la presencialidad en la enseñanza. El contacto entre el alumnado y de este con el profesorado es fundamental a la hora de lograr que el proceso de aprendizaje sea una experiencia vital y no un elemento utilitario y finalista, destinado a promocionar de curso o nivel educativo.
En lugar de esto, lo que el profesorado está encontrando en los primeros contactos con sus centros es mucha cinta en el suelo, litros de gel hidroalcohólico, indicaciones sobre las puertas de entrada y salida de los edificios e invitaciones, más o menos veladas, a tener preparados los materiales para las clases virtuales. Eso sí, la mayoría de las veces, a través de plataformas privadas, que están consiguiendo con ello hacer negocios millonarios. Parece que, en el fondo, lo que se está escenificando es un amago de normalidad para, al poco tiempo, volver a la situación del confinamiento y, si esto ocurriera, presentar al profesorado como el único responsable de tal situación.
Por todo ello, es más urgente que nunca dar respuesta de forma conjunta, como comunidad educativa, a la situación actual, desde el momento mismo de las movilizaciones. Así, no solo estaríamos en condiciones de evitar el naufragio, en términos educativos y sanitarios, sino que lo aprendido en el proceso nos brindaría la oportunidad de construir una normalidad transformada y transformadora. Frente al sálvese quien pueda, el trabajo cooperativo y solidario. Merece la pena intentarlo.
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Este artículo se publicó originalmente en Portal de Andalucía
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