La paguita se la van a gastar en vicios. Los pobres son pobres porque quieren. Tenemos lo que nos merecemos. Si quieres algo en la vida, hay que trabajar duro. Hay que ganarse la vida. No te fíes de nadie. Ve a lo tuyo. No tenemos arreglo. Necesitamos mano dura. Esto se arregla con una dictadura. Vamos a destruir el planeta porque somos una especie asesina. Merecemos la extinción. El problema es que somos demasiados. No cabemos todos. La gente es retrasada. No aprendemos nada. De la pandemia, saldremos peor que antes. Todo va a ir mal. Nadie respeta a nadie. El ser humano es violento y agresivo por naturaleza. No nos hagamos ilusiones: esto es lo que hay.
¿Habéis escuchado a alguien decir alguna de estas frases en los últimos meses? ¿Las habéis dicho vosotros? Es probable: esta idea de una supuesta naturaleza humana violenta tiene un origen milenario y se renueva una y otra vez a lo largo del tiempo. La llevamos, además, tan incorporada que ha pasado a formar parte del sentido común. ¿Pero de qué sentido común? Porque, a pesar de las apariencias, el pesimismo antropológico (es decir, defender que tenemos una disposición natural e insoslayable por realizar actos malvados y egoístas) no tiene nada de universal ni siquiera un sustrato empírico que lo sustente. Más bien se trata de una creencia, de una fantasía, de eso que los psicoanalistas llaman “proyección”. Incluso diríamos que estamos ante una superstición tan poco fiable como esa que señala que los gatos negros dan mala suerte. Una superstición que ha tenido y tiene efectos políticos, pues ha terminado por modelar de forma profunda y duradera las formas en la que organizamos nuestra vida social. Así, conocemos como “realismo político” a una mezcolanza de teorías que parten de premisas infundadas tales como que el ser humano es malo por naturaleza, que sólo los más fuertes sobreviven o que el Estado fue creado para pacificar una original guerra de todos contra todos donde no eran posibles ni la tranquilidad ni, por supuesto, la prosperidad. En palabras de un ilustre paranoico como Calvino, el reformador ginebrino, la existencia humana es miserable, ya que todo hombre “anda como si llevase de continuo un cuchillo en la garganta”. La vida es una guerra: de lo que se trataría, por tanto, es de morir o matar.
Pues bien, esto es mentira. Lo que no quita que también sepamos que una mentira puede tener efectos de verdad cuando es repetida incontables veces desde los púlpitos, las cátedras, los consejos de ministros, los consejos de administración o elevada al nivel de dogma por nuestros padres, nuestros vecinos y nuestros amigos más queridos. Pareciera que nos hayamos quedados anonadados por el autodesprecio y que esa fijación ocultara todas las pruebas cotidianas que nos indican que si algo nos caracteriza como seres relacionales es nuestra necesidad vital de interdependencia. Hemos elaborado culturalmente un relato que oculta que no hay sociedad humana que no esté anclada en la cooperación y el apoyo mutuo. Requerimos de la ayuda del otro porque, sencillamente, aunque nos cueste admitirlo, “es imposible ser sólo un individuo”, como escribe Marina Garcés: “Lo dice nuestro cuerpo, su hambre, su frío, la marca de su ombligo, vacío presente que sutura el lazo perdido. Lo dice nuestra voz, con todos los acentos y tonalidades de nuestros mundos lingüísticos y afectivos incorporados. Lo dice nuestra imaginación, capaz de componerse con realidades conocidas y desconocidas para crear otros sentidos y otras realidades. El ser humano es algo más que un ser social, su condición es relacional en un sentido que va mucho más allá de lo circunstancial: el ser humano no puede decir yo sin que resuene, al mismo tiempo, un nosotros. Nuestra historia moderna se ha construido sobre la negación de este principio tan simple.”
Darnos cuenta de que existir es depender del mundo humano y no-humano nos descubre un límite a nuestras fantasías de soberanía, nos señala la desnudez y la fragilidad del emperador y, no obstante, también nos revela la potencia indeterminada de los vínculos, de las composiciones que hacemos con otros cuerpos y con otras mentes para ir más allá de la sordidez de las frases con las que iniciaba este texto y ampliar el campo nunca acabado de lo posible.
En su obra La ilusión occidental de la naturaleza humana, el antropólogo Marshall Sahlins se dedica a desmontar la falsedad de las ideas siniestras acerca de la naturaleza humana trazando una genealogía que comienza en Tucídides, ese historiador griego que sería traducido al inglés por Thomas Hobbes, y que influiría enormemente tanto en el pensamiento político de los Padres Fundadores de Estados Unidos como en las elaboraciones teóricas que dan un mito de origen a la mentalidad capitalista. Tampoco se olvida de la retorcida interpretación que San Agustín hace del “pecado original” y su peso en la tradición cristiana hasta nuestros días. En todo caso, Sahlins demuestra que son cuentos que nos contamos los occidentales y a los que nuestro etnocentrismo ha dado validez universal. Para ello, cita las etnografías de otros colegas antropólogos con cosmovisiones de pueblos asiáticos, americanos o africanos en las que no aparece ni rastro de una naturaleza humana salvaje, animal y egoísta que deba ser reprimida por la cultura, por el simple hecho de que ni siquiera se da esa separación artificial entre naturaleza y cultura que tan central ha sido para la tradición humanista europea. Lo “realista”, de este modo, sería inferir que no hay nada tan perverso en la naturaleza como nuestra concepción provinciana de la naturaleza humana.
Cuando aún está por decidir qué consecuencias políticas y económicas provocará la pandemia que ha detenido nuestra normalidad conviene tener en cuenta que, aunque nuestra sociedad se base en una creencia errónea de lo que somos, puede que sí sea cierto, como concluye Sahlins, que esta visión terrible de la naturaleza humana esté poniendo en peligro nuestra existencia.
Este artículo se publicó originalmente en Portal de Andalucía
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