He sentido siempre una cierta insuficiencia en esa parte del himno andaluz que dice “volver a ser lo que fuimos”. Trataré de explicar los motivos, bajo el estímulo de una lectura.
Mientras caía en mis manos el libro “El triángulo funesto. Raza, etnia, nación”, de Stuart Hall, una serie de ponencias que el sociólogo e intelectual jamaicano impartiera en la Universidad de Harvard en 1994, fue asesinado en Minneapolis un hombre negro, George Floyd, a manos de un policía que lo inmovilizó en el suelo con la rodilla presionando la parte posterior de su cuello durante unos ocho minutos, hasta que Floyd dejó de hablar y de moverse. La crisis orgánica de la sociedad norteamericana a consecuencia de una gobernanza irracional, psicopática y ultrareaccionaria, agravada por la pandemia del Covid-19, se vio ahora incrementada por movilizaciones masivas contra el racismo estructural y la impunidad institucional y policíal en la represión de las comunidades negra, indígena y latina. El asesinato policial de Minneapolis es una gota más en el mar de injusticias históricas que se han amparado en el racismo como formulación política de fronteras simbólicas que naturalizan la segregación y las jerarquías sociales. Pero además, esto tiene lugar en un momento histórico en el que:
- no sólo el multiculturalismo acompañante de los procesos de globalización neoliberal resulta ya una lírica agotada en su capacidad de oscurecer las desigualdades estructurales que soportan inmigrantes o determinados grupos étnicos, sino
- cuando la propia mundialización capitalista ha exhibido rotundamente su letal potencial para exarcerbar las brechas y las desigualdades, laminar cualquier posibilidad democrática de una ciudadanía global e intensificar la emergencia de procesos políticos ligados a la identidad.
El libro de Hall disecciona la abstracción latente en la construcción de categorías como raza o etnia a partir de ideologías biologicistas, pseudocientificas o “culturalistas”. Parece un alegato categórico para que los grupos oprimidos, incluso invirtiendo el contenido y el sentido de las categorías atribuidas por los regímenes de dominación, no se reivindiquen desde ningún universalismo o esencialismo, sea racial, nacional, de género o sexual.
Estereotipias progresistas: cuestión de clase, no de raza o de identidad
A pesar de todo lo que ha llovido, persiste un tratamiento superficial por parte de cierto pensamiento progresista con relación a la importancia histórica y política de los temas identitarios y, particularmente, de los nacionalismos. Se manifiesta como un prejuicio en virtud del cual los temas de identidad son expresión de la debilidad de la conciencia de clase o, en el mejor de los casos, deberían subsumirse en esta en tanto contradicción principal y verdadera subjetividad emancipatoria que brota de las determinaciones materiales. Bajo este enfoque, habría una cuestión de clase central que define la lucha política y que, a pesar de reconocer a las víctimas de otras dominaciones (mujeres, negros, indígenas), favorece una devaluación de los procesos de subjetivación política cuando no son soportados como víctimas pasivas sin capacidad de agencia, sino como resistencias y activismos contrahegemónicos, tales como el feminismo, los movimientos de liberación nacional, el antiracismo o las luchas por los derechos de las minorías sexuales.
Pero, a pesar de este escotoma “de clase” de cierto progresismo y de cierto marxismo economicista, la realidad es obcecada. La globalización neoliberal, ahora confrontada con sus propias contradicciones y a pesar de su revestimiento en formas aparentemente progresistas de multiculturalismo y cosmopolitismo, sólo ha producido desarraigos, fragmentación y entropía, uniformización en la banalidad cultural e identificaciones alienadas. Así, cobran fuerza estas palabras de Benedict Anderson: «La realidad es bastante sencilla: el ‘fin de la era del nacionalismo’, durante tanto tiempo profetizado, no se vislumbra ni de lejos. De hecho, lo nacional es el valor universalmente más legitimado en la vida política de nuestro tiempo»1. Y este reconocimiento se puede hacer extensible a otras reclamaciones de identidad, ya que lo contrario de la fraternidad y lo comunitario no son las lógicas de reconocimiento identitario, sino el cosmopolitismo abstracto.
Complejidad, identidad y esencialismos
El siglo XXI plantea la cuestión de cómo vivir con la complejidad y con las diferencias, cómo vivir con el otro y con la otredad, y es que, aunque fracasando, si algo ha perseguido la globalización neoliberal ha sido la laminación de las diferencias políticas y culturales. El cosmopolitismo liberal convalida el acceso a la modernidad democrática a partir de que se renuncia a lo propio y se imita cultural y políticamente el modelo occidental. Por tanto, en este marco historico-político, el derecho a la diferencia contiene una radicalidad democrática innegociable.
Pero como se lee en el libro de Hall que mencionamos al principio: los procesos políticos de autodefinición identitaria pueden desarrollarse sin esencializarse a sí mismos. Y es aquí donde podemos enlazar con la perspectiva de Benedict Anderson y su visión de la nación como una formulación imaginada, no en el sentido de invención de la nada, sino de creatividad y construcción política de una comunidad, de deseo de (auto)reconocerse en un tipo de fraternidad y en un nuevo compañerismo solidario a partir de un ejercicio radical de aquello que queremos ser, más que en la reivindicación de una “verdad fundacional” (Hall). La nación «es imaginada como comunidad, porque, obviando la actual desigualdad y explotación que puede prevalecer en cada una, la nación siempre se concibe como una camaradería profunda y horizontal»2
Por eso, en cierto sentido, “volver a ser lo que fuimos” no puede significar esencializarse, sino proyectarse, una mirada retrospectiva pero para coger impulso en dirección a lo que seremos. Porque la emancipación es siempre, como lo dice Rancière, un proceso de desidentificación3, un deconstruir la sedimentación de imágenes de uno producidas desde afuera e internalizadas en/por el proceso de dominación, despojarse de la dominación interiorizada como epidermización (F. Fanon) racial o cultural o nacional. Des-identificación como des-vasallaje, como des-heredarse de un legado transmitido desde afuera, extraño y alienado. La desidentificación posibilita una desclasificación que persigue no sólo definir quién es uno, sino qué relación mantiene con los otros.
Andalucía: volver a ser lo que fuimos/seremos
Frente a la entropía neoliberal y a los nacionalismos, como el español, no democráticos, sino opresivos y funcionales a la dominación de clase, en la construcción política de una sociedad autogestionada, como necesita ser Andalucía si quiere salvarse de lo regresivo y de la postración, si quiere pensarse en un futuro libre y con justicia social, entonces no importa tanto la nostalgia como la creatividad, no es tan significativo reivindicarse como un ente primordial y con profundidad histórica, como proclamarse por el tipo de mundo que contiene y prefigura la identidad nacional que se persigue, un espíritu análogo al que describía Marx en «El 18 brumario de Luis Bonaparte» con esta frase: «La revolución (del siglo XIX) no puede extraer su poesía del pasado, sino sólo del porvenir».
En el marco de la complejidad contemporánea de un mundo efervescente, dinámico y atravesado por tanta diversidad interior, en la disputa de una identidad necesaria y de un imaginario social (Castoriadis) liberado, es probable que importen menos los linajes, los orígenes y el pasado que las trayectorias y las visiones que anticipan y proyectan la comunidad. Por tanto, reivindicar una identidad propia, nacional, comunitaria, el derecho a decidir, puede no consistir, en palabras de Foucault, “en descubrir, sino en rehusar lo que somos” (lo que han hecho de nosotros), en reencontrar lo que anhelamos, no en el pasado, sino en el porvenir imaginado. Liberarse consistiría en despojar de naturalidad el lugar en que se nos ha colocado a lo largo del tiempo a través de un acto de invención prospectiva que, dialécticamente, establezca las intersecciones entre la arqueología del pasado, la impugnación del presente y la declaración de lo que se desea ser. La autodeterminación de Andalucía, como el dios Jano, necesita dos caras, un rostro del volver a ser lo fuimos, pero además otra cara fundamental basada en la creatividad y en la esperanza para imaginar lo que seremos, lo que deseamos ser.
1 Anderson, B. (1993): Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México: Fondo de Cultura Económica.
2 Calhoun, C. (2016): La importancia de Comunidades imaginadas, y de Benedict Anderson. Debats, Vol. 130, Nº 1 (Comunidades imaginadas en el siglo XXI. Homenaje a Benedict Anderson), págs. 11-17.
3 Jacques Ranciére, J. (2010): El espectador emancipado. Buenos Aires: Bordes Manantial, 2010.
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