El final de la vida no tiene rostro, ni abalorios que la identifiquen, por más que desde tiempos inmemoriales se empeñen en dibujarla y darle mil y una formas. El final de la vida es eso, el epílogo de tu tiempo, de ese viaje sobre el que has tenido décadas para hacer y deshacer todo lo que ha estado a tu alcance. El punto y final a todo por cuanto hemos luchado. Una lluvia torrencial que cae sobre los cuerpos humanos que quedan alrededor. Un vendaval que hiere, que trastoca los planes futuros de los vivos que, compungidos recuerdan cómo era ese que acaba de cerrar la puerta de la vida. Un silencio que despacio te ha susurrado al oído un “vente conmigo”. Todo eso y mucho más es el final de la vida, ese ente que no tiene forma, pero que termina por ser la más democrática de las leyes humanas.
Llevamos temiéndole toda la vida. Desde tiempos pretéritos, los pueblos han rendido honores a quienes se nos iban con los más extensos rituales que hayamos podido imaginar. Oros, monedas, cetros, flores, estampas…Tanto ayer como hoy son algunos de los elementos que suelen estar presentes en estos rituales del final de la vida. Todo se hace para agasajar al que ya no vive, evidenciando que jamás se le olvidará mientras viva en nuestros recuerdos. Pero de un modo u otro, seguimos teniéndole miedo a este epílogo del ser humano. A excepción de algunos héroes y heroínas de otros tiempos, que decían no temer a nada ni a nadie y que por ejemplo libraban mil y una batallas, lo cierto es que mayoritariamente se le huye o se inventan tabúes hasta el punto de no saber comportarnos frente a ella.
Si hay algo meridianamente claro en esto es que no estamos preparados ni para acompañar a familiares y amigos que pasan por el proceso del duelo ni para despedir a nadie. Solemos acudir a los velatorios, abrazar al que está roto de dolor, darle cuatro besos y pronunciar la retahíla de palabras vacías de siempre: “es ley de vida”, “ya descansó”, “venga, anímate”. Tratamos de evitar incluso el llanto. Intentamos animar como si eso fuese una obligación y, por si fuera poco, decimos que hay que joderse, que es la ley de la vida. ¿Quién dijo que la ley de la vida es morirse?, ¿quién ha sentenciado que el proceso natural de todo esto fuera acabar en un ataúd? La ley de la vida, si es que existe, debería hablar de lo que debes exprimir, de lo que debes disfrutar, de todo el bien que debes causar y que, si hace falta, la cartera la hayas dejado temblando. ¿Cómo asumir que eso que llaman la ley de la vida, al fin y al cabo, trata de morir? Tras nuestro nacimiento y al poco de la sociabilización, la muerte comienza a estar presente. La conocemos, la acompañamos, lloramos por ella desde prácticamente nuestra infancia. Sabemos que existe, pero nuestros progenitores, nuestros protectores se oponen a vernos sufrir. Aprendemos por tanto a salir huyendo al dolor. Por lo tanto, y llegados a este punto, creo que lo que tenemos que aprender es a vivir, que a morir ya nos enseñará el tiempo.
Mayoritariamente no se sabe acompañar en el duelo, pues como en todo, cada uno de nosotros, seres vivos, lo llevamos de mil y una formas distintas. Por eso creo que lo oportuno es dejarnos hacer, sin enjuiciar, sin estorbar, pero estando ahí, que es cuando hay que estar. Déjennos llorar si tenemos que llorar, déjennos reír si tenemos que hacerlo. Escúchennos, si de verdad vienen a ofrecer el apoyo que teóricamente se necesita. Abrácennos, si es que creen que hay que hacerlo. El lenguaje corporal en estos casos dice mucho más de lo que creemos, pero eviten las frases hechas, simples y toscas. “Anímate”, me han insistido varias veces. No, mire usted, no tengo ganas de animarme, pues en el proceso del duelo hay tiempos y formas. El ánimo llegará como una meta a alcanzar, no pronunciado un imperativo de obligación para que, de esa manera pronto puedas seguir produciendo. Cosas del capital…
Hablen con sus teóricas amistades y familiares que están en un proceso de duelo. No se trata de cumplir, que de eso ya sabemos todos. Se trata de estar, de consolar, de escuchar, aunque sea el silencio. El silencio también es bueno. Demuestren que se está ahí, no solo en las redes sociales. Quizá estos nuevos tiempos que han llegado se van a llevar por delante hasta las formas de acompañar en los procesos del duelo. Vienen, te abrazan, te dicen lo de la ley de la vida, dos palmaditas a la espalda y ya. Te escriben un mensaje al teléfono y ya. Huimos, salimos corriendo y cumplimos, eso sí. Aprendamos a vivir. Todos. Aprendamos que la ley de la vida es exprimir el tiempo que estemos aquí y para eso, no hay nada mejor que estar en paz consigo mismo. Si tienes que disfrutar, hazlo. Si tienes que llorar, hazlo. Evitemos tanta planificación, tanta organización, tanta frustración…Mandemos lejos lo que nos sobra y lo que nos coarta como seres humanos. Aprendamos a vivir, que a morir ya nos enseñará el tiempo. Dejemos de agasajar al que se va, que ya no nos escucha. Hagámoslo de frente y en vivo, que de verdad se agradece. Cualquier día vienen, te susurran al oído y mueres, ¿no es mejor haber exprimido hasta la última gota de vida? Cuando haya que dejar el epílogo escrito que sepan que a ti te faltó tiempo para seguir sacándole el jugo a la vida, disfrutando de ella y de la gente que te quiso. Y si hace falta, que sepan que te sobró gente que no estaba a la altura de las circunstancias. De frente, esa sí que es la ley de la vida.
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