Las monarquías nos fascinan, aunque en el fondo sean cabezas normales y corrientes debajo de coronas relucientes, con sus oros y piedras preciosas. No hace falta caerse en una madriguera o atravesar el espejo para encontrarse con esos seres únicos, avalados por la sangre, la tradición o los parlamentos. Ya no tienen tanto poder como antes, cuando reunían en su persona la capacidad legislativa, ejecutiva, judicial y mucho más.
Su poder ha mermado, pero no ha ocurrido lo mismo con sus riquezas. Las monarquías nos fascinan porque parecen de otro mundo, de los libros, de las viejas leyendas, donde el tiempo, la vida y la muerte transcurren de otro modo, como si no tuvieran nada que ver con la miseria de los días y las noches. Las monarquías permanecen, frente a las estaciones o el cambio de los vientos.
Nos fascinan porque están próximas a la divinidad, a la eternidad y la pureza, aunque nadie te haya elegido o vengas de narrar la actualidad más deprimente en el último telediario. Son ricos y bellos, con sus protocolos y saludos... Y al fascinarnos parecen bloquear nuestra inteligencia, tan crítica para otros asuntos. Nos da igual que esa institución choque con los principios de la democracia.
Son de otro mundo, a pesar de aparecer en la revista Forbes... Son instituciones que anulan a las personas. Las convierten en símbolos del Estado, en mitos de las naciones, en modelos perfectos, en títeres al servicio de las viejas fuerzas... Las convierten en objetos. Por eso, además de la indignación republicana, sentimos compasión y tristeza por la vida que no pudieron vivir.