Conocí a Almudena Grandes una tarde de verano en Rota. Me la presentó Concha Caballero, la sonrisa eterna de la izquierda andaluza, en el verano cultural que Izquierda Unida organizaba cada año en el municipio gaditano y que contaba con el apoyo de la escritora y su marido, Luis García Montero. Yo era un chiquillo que estudiaba los últimos cursos de Periodismo. Me quedé petrificado de tener delante de mí a aquella mujer que me había abierto las puertas a otras formas de estar en el mundo cuando, de adolescente, leí ‘Castillos de cartón’.
Militar es una forma de amar y Almudena amó mucho. Amó cuando ser de izquierdas era difícil y a lo máximo que se aspiraba era a obtener grupo parlamentario y superar el 5% de los votos. Almudena hizo de la memoria histórica una causa cuando sólo unos cuantos valientes se atrevían a sacar las fotografías en blanco y negro de sus familiares desaparecidos a las plazas, bajo la mirada insidiosa de la sociedad bienpensante y las acusaciones de querer revivir el pasado. Almudena defendió el matrimonio igualitario cuando Chueca todavía no era un barrio gentrificado y a los homosexuales nos llamaban pecadores desde los altares, gente de mal vivir desde las tribunas parlamentarias y viciosos en los medios de comunicación. No hace tanto, unos 20 años.
Almudena firmó todos los manifiestos que politizaron a mi generación, a pesar de que muchos ni siquiera le hacíamos caso y votábamos al mal menor por aquello del voto útil del bipartidismo. Almudena pedía el voto para la izquierda cuando a la izquierda la votaban ella, Luis García Montero, Pilar Bardem y unos cuantos seres inofensivos más a los que intentaban insultar llamándolos ingenuos, utópicos, infantiles o inconscientes.
Cuando estudiaba Periodismo, me tuve que presentar cuatro veces a un examen sobre Literatura donde el plato fuerte era el análisis del poema ‘Completamente viernes’ que Luis García Montero le escribió a Almudena cuando la conoció y su vida era un constante viaje de Granada a Madrid. Llegué a odiar a Luis García Montero, a Almudena y ese poema.
La vida –a veces muy puñetera, otras preciosa- quiso que años más tarde yo fuera el periodista de García Montero en las elecciones autonómicas de 2015 a la Comunidad de Madrid en las que éste se presentó como candidato por Izquierda Unida.
Muchas veces me he preguntado cómo pudo ser que García Montero y Almudena Grandes, porque aquello fue un reto compartido y soportado por el amor que ambos se profesaban, aceptaran aquel regalo envenenado que terminó siendo un desastre en términos electorales, lleno de fuego amigo y que para los dos tuvo coste personal y económico.
A pesar de la dificultad del reto, Almudena Grandes se convirtió en asesora, ideóloga y politóloga, en la mayor activista de la campaña y también en donante de fondos porque el presupuesto era menos que cero. Reclutó a todas sus amistades para conseguir el reto de expulsar al PP de la Comunidad de Madrid. Repartió folletos en las bocas del metro con la pasión de una militante veinteañera dispuesta a defender el fuerte de la mejor tradición de la izquierda que luchó contra el franquismo y que había conformado su educación sentimental.
Nunca pude hablar con ella si se llegó a arrepentir de darlo todo por un proyecto que era casi imposible de salvar, pero al día siguiente del descalabro electoral sentí que ella y Luis fueron los únicos que no perdieron con la desaparición de la entonces fratricida federación madrileña de Izquierda Unida.
No perdieron ninguno de los dos porque lo hicieron juntos, promovidos por el amor que les unía y también por mantener viva la bandera de la mejor herencia de una izquierda con memoria que, aunque hablaba un idioma sin hablantes, no se podía permitir la humillación de entregar todo su capital simbólico en un acto de rendición.
Tengo la sensación de que Almudena Grandes nunca se arrepintió de aquella aventura política en defensa del fuerte de la vieja izquierda, al igual que nunca se arrepintió de ondear la bandera de las causas nobles cuando sólo restaban cuota de mercado. Por sus artículos pude intuir que el tiempo, que es muy sabio, le hizo entender que una nueva generación pedía paso para llevar más lejos las banderas que ella ondeó en su juventud.
Su voz ronca estaba llena de ternura. Ternura por los perdedores del franquismo a los que dotó de dignidad, por los desheredados del Pozo del Tío Raimundo donde iba los domingos en compañía del cura de la parroquia a colaborar con el barrio, por los castigados de la crisis de 2008 a los que dio cuerpo humano en la hermosa novela ‘Besos en el pan’, que, aunque no demasiado conocida, será de obligada lectura cuando pasen unas décadas para entender la década donde nos castigaron por encima de nuestras posibilidades. Igual que ahora tenemos que leer los Episodios Nacionales de Galdós para conocer los avatares del siglo XIX español, habrá que leer a Almudena Grandes para entender su contemporaneidad.
La vida puede ser preciosa, aunque es feísima con la marcha de Almudena. La necesitábamos en un país donde no sobran intelectuales ni literatos de éxito que abracen la causa de los de abajo. Ella siempre estuvo en el grupo de ‘los abajo firmantes’ a favor de las causas más nobles que politizaron a jóvenes de mi generación. Vuela alto, que por aquí vamos a evitar que se apaguen las luces que encendiste. “Para escribir hay que ser muy ordenado y tomárselo como un trabajo”, me dijo una mañana lluviosa mientras a Luis le hacían una entrevista para televisión en un cuarto aledaño al hermoso estudio donde escribía. No paro de pensar en el cuarto donde escribías y qué habrás dejado escrito dentro en el ordenador, Almudena. Buen viaje a la eternidad, querida.
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