¿Qué pasó el segundo sábado del carnaval 2024, el último fin de semana, que no sucediera en los días anteriores? Hay una diferencia que nadie se atreverá a negar: en el segundo no llovió.
El volumen y la gravedad de las críticas (políticas, ciudadanas, digitales...) observadas entre este domingo y este lunes de despedida transmiten un doloroso caos, un desastre de comportamiento colectivo, una honda decepción. Percepciones fáciles de compartir desde el sentimiento cívico más atrofiado. Difíciles de asumir desde la observación de lo -presuntamente- sucedido, lo visto.
Esos lamentos y los reproches son comprensibles para cualquiera, habitante o no de Cádiz, amante de esta asombrosa tradición oral, del prodigio efímero de la literatura satírica que disfrutamos desde pequeños. Desde las palabras amargas de muchas agrupaciones y autores, o las de Óscar Torres (PSOE) y Lola Cazalilla (Adelante) hasta el exabrupto de muchos en redes sociales.
Todo parece digno de ser firmado pero tras leer y oír con detenimiento se ilumina de nuevo la misma pregunta en la cabeza, ¿qué ha pasado que no sucediera en los últimos 20 años?, ¿qué ha ocurrido que no se viva, con todos los matices circunstanciales y geográficos, en las fiestas de cualquier lugar de España, incluso sin fiesta?
Quién se atreve a negar que es una pena ver una plaza convertida en un gigantesco botellón, en un estadio etílico teóricamente incompatible con el disfrute de cualquier música o conversación. Quién puede reprimir la queja al ver que sus queridas costumbres se diluyen entre los nuevos hábitos. Quién puede celebrar, o negar, que vivimos en la cultura del alcohol, esa que los jóvenes han aprendido de su entorno, de sus mayores, de nosotros, los puretas.
A falta de que se hiciera público algún suceso grave (constan peleas, robos, algún comportamiento criminal en cifras ínfimas) que cambiaría cualquier percepción global, las cifras dicen que ha sido un carnaval tranquilo y normal (eso quiere decir común, no bueno). Lluvioso, primero. Sucio ruidoso y prodigioso después. Como suele. Nunca deja de asombrar que apenas haya incidentes en una ciudad sin un metro cuadrado de perímetro para el desahogo cuando multiplica su población por cuatro, cuando dos tercios de ese personal añadido está bajo los efectos de alguna sustancia.
Pero para tratar de buscar, debatir siquiera, algún tipo de alivio, algo parecido a un puñado de soluciones, lo primero es hacer un diagnóstico correcto, un análisis ajustado a la realidad. Vayan algunas percepciones de difícil contestación.
La plaza de la Catedral es un macrobotellón desde hace, al menos, 20 años. Siempre en el primer sábado de carnaval. Si este año ha pasado al segundo ha sido por la climatología. Los autobuses, las toneladas de botellas y vasos de plástico se trasladaron de uno a otro. Poco más. Nada menos. Cabe deducir que de no llover el primer fin de semana, el segundo habría sido más tranquilo porque ese público inevitable ya habría tenido su dosis anual de fiesta insensata -disculpen la redundancia-.
Tan conocido es ese fenómeno que los gaditanos y los buenos aficionados -que llegan de donde quieren- eluden los sábados (sobre todo el primero) para salir a escuchar ilegales, para buscar la esencia coplera del asunto. A cambio, se prodigan desde la tarde del domingo, el lunes festivo local y, sobre todo, las noches entre semana. Esa norma no escrita es tan vieja, con la justificación de huir de las hordas, que cualquier picao la leerá como lo que es: una obviedad.
Es posible que el efecto molesto del visitante de borrachera, el que no sabe ni quiere comportarse, el que ignora las coplas -el que va a lo que fuimos todos cuando íbamos de fiesta- se esté contagiando a otros puntos de la ciudad y a otros horarios. Resultaría aún más lamentable y digno de tratamiento ya.
Respecto a la queja generalizada de que el carnaval de Cádiz se está llenando de un público neófito e ignorante, que no sabe qué hacer, que habla cuando debiera escuchar y no entiende nada de lo que se canta o celebra, un poco de respeto. Burlarse de esos visitantes que sin borrachera ni excesos pueden cometer algunos errores por ignorancia se parece bastante a un supremacismo festero bastante paleto, estomagante.
La fiesta gaditana, como casi todas, ha hecho una brutal campaña de promoción a través de muchos medios de comunicación -bien que se benefician, por cierto- durante tres décadas ininterrumpidamente. Parece un poco absurdo, grosero, recibir mal a los que se ha invitado. También parece algo arrogante quererle hacer un examen de cuplés del Chimenea al que llega, de patadas por bulerías al que va a Jerez o de jotas al que se acerca a Zaragoza por El Pilar.
Los turistas, por definición, nunca saben cómo funciona exactamente cada tradición de cada lugar que visitan. Ni se les puede pedir. Nosotros no reunimos esos requisitos cuando viajamos. Bien está hacer lo que vieres donde fueres. Siempre son deseables la curiosidad, la humildad y el sentido común del que llega a cualquier lugar pero tampoco es exigible.
Episodios concretos como la hilera de autobuses durante dos kilómetros, aparcados en la avenida de la Sanidad Pública el sábado porque los estacionamientos habilitados habían rebosado sí que supone un error grave de previsión municipal. Qué menos que saber cuántos autobuses van a entrar en la ciudad y, llegado el caso, cortar el acceso por un innegociable criterio de seguridad.
El segundo viernes de carnaval, tras hacer una entrevista en La Viña. El fotógrafo de esta casa, Juan Carlos Toro, el autor José Antonio Vera Luque, y el arriba firmante nos topamos a las tres de la tarde -insisto, viernes, La Viña, 15 horas- a una docena de veinteañeros cocidos y disfrazados de curas de pueblo gritando con acento mesetario, o cantábrico. En la plaza Manolo Santander, para mayor sacrilegio. Mientras, volteaban una muñeca hinchable. Celebraban una despedida de soltero, cabe pensar.
La escena es igual de lamentable cuando se da, casi cualquier fin de semana, en Sevilla, Málaga, Conil, Tarifa, Granada, Córdoba o Villaluenga del Rosario ¿quién no ha escuchado, probablemente con razón y sentido, que tal feria, esa festividad o romería, la fiesta de los patios, lo que sea, ya no tiene el sabor de antes, que ahora todo sabe ya igual, a ron con cola y chunda-chunda?
El carnaval de Cádiz, esta edición, el segundo sábado, el último fin de semana, no han vivido nada nuevo ni propio. Lejos de ser consuelo puede ser agravante. La exhibición del exceso en cada momento de ocio es progresiva desde hace ya más de diez años. Nunca hubo tal cantidad de adolescentes, ni pensionistas, ni miembros de las generaciones intermedias, con tantas ganas y tantas posibilidades de viajar y celebrar tantas veces al año.
Las agresiones a las chirigotas callejeras, con ser lamentables, pueden considerarse aisladas. Tampoco son nuevas (hubo hasta un éxodo a Puerto Real en 2014 y campañas vecinales contra una concentración en El Pópulo en 2006). Esos precedentes nunca deben normalizar ningún gesto grosero, incluso violento. Hay que buscar fórmulas -quizás, normas, por contradictorio que parezca en mitad de la anarquía- para propiciar la convivencia y rebajar el rechazo entre vecinos y grupos.
La certeza -si es que existe alguna- de que todo lo vivido entre lo peor del carnaval 2024 no es muy nuevo, ni extremadamente grave, ni achacable a la fiesta gaditana jamás puede llevar al conformismo, a la aceptación. Menos aún al triunfalismo que ha exhibido la concejala, Beatriz Gandullo, en su análisis final.
También cuesta entender las críticas de la oposición. Parecen demasiado oportunistas. Nadie en sus cabales duda de que el carnaval habría sido el mismo con socialistas o kichistas al frente porque ya lo ha sido. Los grandes problemas -turismo masivo, cultura del alcohol, peculiaridades geográficas de la ciudad, cambio colectivo de hábitos- superan con mucho a cualquier organización, actual o anterior. Así funciona el teatrillo político, unos censuran lo mismo que hacen o dejan de hacer y viceversa.
Esas evidencias -si lo son- de que los males son generales, casi universales, nunca pueden servir de excusa ni propiciar la resignación. Nada de brazos cruzados y caras largas hasta que los lamentos tengan aún más justificación. Sería una chapuza y una canallada esperar a que el botellón exceda la plaza de la catedral o salte de los sábados a otros días para intentar actuar, para tratar de aplicar soluciones.
Esa responsabilidad la tenemos todos los vecinos del lugar, aficionados o no, pero ahora le toca, en primer término, a Bruno García y Beatriz Gandullo.
Otra prueba de que el debate es muy antiguo y las soluciones son complejísimas son unas declaraciones de José Manuel Gómez, por sorprendente mote El Gómez. Este autor polifacético, casi renacentista, uno de los creadores más importantes e influyentes de la historia del carnaval, a la altura de cualquier mito de cualquier tiempo y pionero del esplendor actual de la calle, decía -¡en el año 2006!- durante una entrevista que los visitantes de borrachera y el turismo masivo resultaban agobiantes, que se necesitaban algunas medidas para no arrinconar a las chirigotas ilegales y a los romanceros.
Aportaba, por ejemplo, una idea: que algún gran solar, algún gran recinto de extramuros acogiera grandes conciertos, multitudinarios, durante las noches de los viernes, los sábados y los domingos. Con artistas estelares, como los que actúan en las fiestas de otras ciudades (por entendernos, no hablaba de El Arrebato). Incluso proponía que la gran carpa, o una segunda, estuviera algo más lejos del casco antiguo, el único escenario del sagrado ritual, el esencial, de las coplas.
De esa forma, decía ¡hace 18 años! este portento carnavalesco, se podría atraer durante algunas horas, en algunas de las noches más complicadas, a varios miles de visitantes de esos que le sobran a los aficionados canónicos a escuchar, podría desviar a unos cuantos de los que joden la marrana y montan el botellón. Algún alivio sería, además de enriquecer la oferta, el programa.
Probablemente, esta propuesta sea una entre una docena de opciones. Seguro que tendrá sus inconvenientes y sus riesgos pero puede ser una idea. Como ha sido, en tono menor, la eliminación de los fuegos artificiales o la apertura a barrios que apenas pisaban las ilegales hasta los primeros años 2000.
No podemos cansarnos -los del Ayuntamiento, los que menos, los últimos- de buscar alternativas, de proponer y probar, a la hora de combatir las nuevas dificultades, las que no existían hace 35 años, en aquellos tiempos nuestros que no volverán.
Como dijo El Yuyu en este mismo sitio, nunca se sabe si ha cambiado el carnaval o hemos cambiado nosotros. Ni en qué grado, lo uno y los otros. Es lo más difícil de medir, qué parte de lo que no nos gusta tiene remedio aquí, Cádiz, y ahora, 2024. Qué parte pertenece al signo de los tiempos.
El comentario genérico "ya nada es lo que era" sirve de poco porque mezcla lo que ha cambiado sin remedio, lo que puede cambiarse con esfuerzo y el cambio inevitable que los años meten en la sangre a los mayores.
Sacralizar todo lo que hacen los jóvenes o los nuevos viejóvenes, sólo por el hecho de que lo sean, también parece una estupidez de similar grosor.
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