Querer, es un verbo intransitivo que significa tener el deseo, la voluntad o la intención de hacer, poseer o lograr algo.
Una de las cuestiones importantes que nos afectan a los hombres, es que no sabemos querer. No ya a los demás, que eso sí lo intentamos, a veces medio lo conseguimos, y hasta podemos proporcionar felicidad a quienes nos rodean. Sucede cuando somos capaces de despojarnos de ese traje de hombre que en cada momento nos está recordando qué debemos y qué no debemos de hacer y cómo henos de comportarnos. Desde mi mirada subjetiva, personal, intransferible y patriarcal, la idea no es que no sepamos querer, es que no sabemos querernos, y así es complicado que podamos querer bien a las demás.
A los hombres nos han educado en una cultura contraria a todo eso del quererse, que tiene mucho que ver con los cuidados, un hombre que se cuida en exceso no es bien visto por los otros hombres, y es frecuentemente tachado de poco macho, afeminado, y muchas otras cosas. Los hombres tenemos que ser personas fuertes, sin fisuras ni veleidades, y cuidarse a uno mismo es un síntoma de debilidad que nos iguala a las mujeres, a quienes pensamos y tratamos como inferiores y débiles, que necesitan protección, que es una de razones que sustentan y justifican nuestra existencia como género.
Esto ocurre porque somos torpes, y porque interesa a nuestros intereses a corto plazo para mantener los privilegios, ignorando sin embargo los perjuicios que nos ocasiona, y ello porque hemos interiorizado a pies justillas el discurso de la masculinidad, la fortaleza, la virilidad, y todas esas mentiras que a modo de mantra nos han venido repitiendo.
La compasión la asociamos con la pena y la lástima, y estos son sentimientos no muy bien valorados por el patriarcado. Pero olvidamos que la compasión es un sentimiento que va más allá de la empatía, y que nos identifica con el sufrimiento de la otra persona, de forma que somos capaces de asumir su situación e implicarnos personalmente para disminuir su dolor. Las mujeres de eso saben mucho, nos llevan siglos de ventaja y lo demuestran día tras día con su trabajo de afectos, sus redes de cuidados, su concepto de la sororidad, y su concepción amorosa, no agresiva ni violenta de la vida.
Compasión no es únicamente un deseo hacía afuera, sino también hacía adentro, hacía a uno mismo. Saber cuidarnos no solo en lo aparente, nuestro aspecto exterior, sino en lo que no vemos, escucharnos, tratarnos bien, ser comprensivos con nuestros defectos, y querernos. Dejar de observarnos desde esa mirada destructiva que todo lo analiza y tanto daño nos hace, olvidar la estúpida idea de responder siempre a las exigencias y expectativas de lo que pensamos que debemos ser.
La autocompasión no significa tener lastima de nosotros mismos, ni tampoco ser conformistas, es comprender que somos como somos, apreciarnos, conocernos e intentar en la medida de nuestras posibilidades, mejorar. Empatizar con uno mismo, y dejar de exigirnos ser ese hombre que ni siquiera sabemos si queremos ser.
La compasión es una de esas asignaturas pendientes que tenemos los hombres, y que, de aprobarla, rompería muchos de los andamiajes de esta masculinidad tóxica que tanto nos oprime, daño hace y complica la vida.
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