Tenía los ojos verdes y cara de niño. La miraba desde lejos en la caseta de feria. Insistía, con guapura canalla, en atraer para sí una exótica presa: una chica de apenas diecisiete años, de mirada huidiza y ademanes de hija modosita y única, criada y barnizada en un colegio de monjas de la capital.
Después de dos citas, ya le decía “te quiero”. En dos meses, ya era novio oficial, y conocía sus mecanismos interiores, cuándo temblaba y cuándo no. Abría por primera vez puertas a lo sórdido, y a la culpabilidad. Cuando “se pasaba”, la colmaba de regalos. Una noche de Reyes, quiso atrapar su voluntad con un pequeño anillo.
-Él me quiere, no hay duda. Y yo lo quiero a él. Y no me importa que a mamá y a papá no les guste. Y no me importa que no me deje estudiar. El amor es así. Yo lo llevo de la mano. Yo crezco y lo arrastro conmigo. Yo puedo. Esto es amor. El amor es así. Yo lo llevo de la mano. Cambiará. Él me quiere.
Él no quiso estudiar. La buscaba a diario en la puerta de la Facultad. Se la llevaba a casa, para protegerse, por si había compañeros de ella que fueran mejor que un simple empleado en un supermercado.
No había ya discotecas, ni café con amigas. Solo una terrible soledad de dos. El mundo se limitaba al asiento trasero de su coche, a su habitación, a las canciones que bailaban, al abrazo que no la dejaba respirar. Sus complejos. Sus contradicciones. La violencia y la tristeza.
Su mente era suya. Su cuerpo, suyo. Sus sueños, no. Esto no es lo que debe ser.
-Y vámonos de aquí, que te están mirando. Nadie va a quererte tanto, nunca. Y no estarás más con nadie. Quién te va a querer como yo. Tienes suerte de que yo te quiera. Agradece que gaste mi vida contigo. Que pierda oportunidades. Agradécelo. Y te callas. Y te callas. Y te callas. ¿Qué te crees? ¿Y dónde vas niña? ¿Con qué amigas? ¿Con quién hablas? ¿A quién le mandas mensajes? Dame el móvil. ¿Y ese vestido? ¿A quién provocas? Ridícula. Quítatelo. ¿Qué te crees? Yo seré muy poca cosa, pero nadie va a quererte como yo. ¿Y qué te crees?
Han pasado veinte años. Consiguió alejarse. Se arrancó del alma trozos de palabras, como cristales, y muchos días rotos. Aún se palpan las cicatrices, que laten cuando cambia el tiempo. Quizás en primavera, o a comienzos de verano, vuelvan al sueño, unos ojos verdes, y una cara de niño. La ilusión en el fondo del dolor. Nadie dijo que fuera fácil. Nadie dijo que no doliera, y que no surjan hematomas también por dentro. Las heridas que más duelen se cierran con el tiempo. Amor tranquilo y tiempo.
Las manos de la razón tiraron de ella. Las manos de la razón, tiraron de mí. Tengo suerte.
Cambiemos las reglas y los “mantras” que se repiten, machaconamente, en lo que se cree que es el amor: ¿Quién te va a querer así como yo? Pues quien te conozca, y se acerque, y contemple tu grandeza, y respete qué eres, cómo eres. Es una suerte quererte. Y tengo suerte, porque nos queremos.
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