Como a esto de la filosofía parece corresponderle un carácter de pura soledad (Descartes y su estufita), pero también una cierta querencia hacia los demás, posible solución para resolver esas exigencias consiste en reunirse, es decir, juntarse los unos (y los otros). De esta manera se habla y se escucha, se dice y se desdice, se piensa y se sotopiensa. Así lo lleva haciendo en Úbeda (Jaén) desde hace años La Quinta del Mochuelo (no hace mucho José Biedma coordinó un libro contando precisamente sus andanzas, Criaturas de la aurora, Edt. Liberman, 2018), así que allí me voy cada vez que puedo por gusto de encontrarme con inter pares transcendentales, pues no los mueve el interés académico (aunque sean profesores en su mayor parte) ni la afinidad sentimental (aunque nos vengamos haciendo amigos) ni el provecho económico (cada cual se paga su desplazamiento), sino la pura gana de pensar.
De esta manera, las únicas reglas del juego son y deben ser las que impone la cosa considerada, dejando para lugares más convencionales aquello con que nos vemos obligados a transigir en estas vidas nuestras, pues quizá tuviera razón Ortega cuando venía a defender que sólo en la teoría podemos ser radicales. De esta guisa, allí que nos ponemos con una suerte de juego del espíritu que no puede sino resultar extravagante para el resto de los mortales, pues no en vano la vida es para ellos la flexión de las categorías mientras que la filosofía, como sabía Hegel, consiste en su reflexión. A veces saltan chispas, pero, claro, es lo que tienen las ideas cuando se encienden, que se vuelven preterintencionales. En resolución, que unos pocos se dediquen a comentar cartas de Spinoza (como hizo el otro día Amelia Fernández García), que en otra ocasión se rescate del olvido a un poeta como el sublime Juan Larrea o se lean poemas de San Juan de la Cruz (o nos vayamos hasta un convento para ver sus aposentos o sus santas rúbricas) o que uno mismo divague sobre el sofista Licofrón o los diálogos aporéticos de Platón contrasta con un mundo en que las preocupaciones pasan más bien por el gas ruso, el precio de la gasolina, la solidaridad internacional frente a los refugiados o la explosión de un volcán. ¡Como si la insignificante filosofía tuviera algo que decir al respecto salvo para echarse, como siempre, la culpa de todo! ¡A la espera estoy de alguna declaración rimbombante de filósofos mamporreros para condenar esto o lo otro!
Como, de todas maneras, el hecho de que aquilate esta burbuja intelectual frente a las inexcusables contingencias del mundo se va a encontrar con la razonable objeción de desapego idealista frente a lo que verdaderamente importa, me defiendo de la misma declarando que al menos no contribuimos con nuestras pesquisas ni al calentamiento global ni a la inquina ni a la brutalidad que nos rodea. Tal vez no hagamos ningún bien, concedo, pero casi seguro, afirmo, que no provocamos ningún mal, a no ser que mal sea descubrir que el papel de la voluntad en Spinoza es mínimo y que por lo tanto la libertad en él no era sino una ilusión (por lo que su Ética no es tal, aunque así titularan su libro y muy geométricamente la escribiera) o aunque mal fuera descubrir que el único ámbito donde cabe la libertad es en los juicios estéticos, no en los puramente cognoscitivos y prácticos, pues la desobediencia que practicamos cuando decimos que el mundo es azul como una naranja (Paul Éluard) o el jinete tocaba el tambor del llano (García Lorca) no genera el mismo absurdo que cuando defendemos que la raíz cuadrada de dos es un número racional (contra Pitágoras) o que mentir está permitido (contra Kant). A estos diminutos males nos dedicamos en la Quinta del Mochuelo, a desentrañarlos, de tal forma que, una vez acabada la sesión, me pongo a la espera del bien que anticipo cuando descubra otra vez, con ayuda de mis compañeros, parecidos dramas ideales. De hecho, no a todos nos parecerá lo mismo, pero una cosa está clara: después cada cual se quedará pensando un rato en ello. ¡Y la gasolina a 1 con 8!