Últimamente, leo entre poco y nada. La Constitución y otras leyes de nuestro ordenamiento jurídico se llevan todo mi tiempo. Películas sí que veo más, sobre todo mientras como y antes de irme a la cama. Pero quería hablar de un libro que he leído hace poco y que me ha parecido estupendo. Se trata del tercer libro de Juan F. Rivero: Raíz dulce (Candaya, 2024). Me ha gustado ver cómo se alejaba del anterior, Las hogueras azules, un poemario que le puso en la primera línea de la poesía joven actual. Podría haber caído en la repetición y hacer una fórmula: poemas breves, muy concisos, con fuertes reminiscencias a la poesía japonesa, en concreto a estrofas breves y evocadoras como el tanka o el haiku. Nada que ver. Raíz dulce es un libro híbrido que podríamos situar entre la poesía, la prosa poética, las memorias y la novela. Algo así. Podría utilizar cualquiera de estas cuatro etiquetas sin miedo a equivocarme, aunque me estaría quedando corto. Y esto lo digo como algo muy positivo: a nadie le interesa leer una novela, un poemario o un diario; lo que queremos todos es leer algo bueno. Leer literatura, en definitiva, y nos importa poco el género en que podamos encasillarlo.
Raíz dulce trata sobre el fallecimiento de una amistad de la adolescencia. Y digo amistad intencionadamente: primero porque es una forma de referirse a los amigos en Andalucía, y es Sevilla uno de los lugares en que sucede esta historia, donde arranca y termina esta relación; y segundo porque amistad mantiene la ambigüedad del tú al que Rivero está interpelando durante toda la obra. Desconocemos el género de esa persona que, antes de ser una amistad, fue un amor de adolescencia. Esa ambigüedad ha estado muy presente siempre en la literatura clásica y se extiende hasta autores como Gil de Biedma, con un amado neblinoso que solo conocemos por la biografía del poeta.
Y es que el clasicismo es una de las características que más destacan en la literatura de Juan F. Rivero. Hay una asunción de la tradición clásica muy natural y propia al mismo tiempo. Los poemas que componen este libro tienen un verso que está, como en Las hogueras azules, dentro de la métrica clásica. En los poemas de Raíz dulce vamos a ver versos medidos, todos ellos de ritmo impar: endecasílabos, heptasílabos, pentasílabos y eneasílabos. En ciertos momentos el autor levanta un poco la mano y deja caer algún verso que no tiene esa medida exacta, pero mantiene –que es al cabo lo que importa– los acentos en su sitio. Me recuerda en su forma de acercarse a los clásicos a Juan Cobos Wilkins –tiene algo este poemario de Biografía impura—.
Cada uno con sus referentes particulares, sin duda, y además, con esa elegancia, esa suave solemnidad en la que cabe el lenguaje más seco y el más sensorial, con imágenes capaces de componer hermosos frescos plenos de belleza y de significado: “Qué belleza rarísima hay en la depredación: ¿ves aún al ciervo correr hacia el bosque, alcanzado de pronto por los gritos? Sangra coloreando la ribera de su viva oscuridad, avanza tres o cuatro metros, se derrumba, el universo se deshace sin salirle de los ojos, nota un calor de olvido en el pecho y el vientre”. Sin embargo, hay una solemnidad mayor en el verso de Juan F. Rivero, una falta de flexibilidad, de porosidad ante cierto lenguaje menos retórico, más coloquial, de la que no adolece el onubense. Parece que Juan F. Rivero deja para la prosa todos estos —digamos— atrevimientos. Así, las menciones a drogas o el vocabulario más callejero quedan para los textos más narrativos: “‘Los chicos usan la cabina para hacer submarinos. Eso y alguna cosa más’, dijiste. En realidad, la única norma era que no se dejasen nada dentro, sobre todo colillas y condones, pero eso no se lo contaste a Cris”.
Hay, sin embargo, un poema que contradice esto que digo. Hablo de un texto en verso que en su decir bien podría ir en prosa. Es un texto perfectamente medido y con un grado de coloquialidad bastante alto, cuando plasma una suerte de conversación telefónica en la que los lectores solo oímos (leemos) a uno de los interlocutores: Cris.
Resulta muy curioso lo que hace Rivero en este libro: encontramos poemas breves, todos medidos, con un tono solemne y un lenguaje muy depurado que me lleva a Rosales, Claudio Rodríguez o incluso a Luis García Montero (“si me fuera algún día / sin las palabras puestas / y aunque llamaseis no os supiese contestar, // recordad que hubo un tiempo / en el que fui feliz [...]”. Por otra parte, tenemos ese poema largo y muy coloquial, con más ascendientes en la novela y los diarios que en la poesía. En el apartado de la prosa, en cambio, encontramos textos con un lirismo altísimo, en todos los sentidos; poemas en prosa, básicamente, con un ritmo, además, muy marcado; pero hay también otros que directamente son fragmentos de una autoficción, a la manera del poema prosaico del que hemos hablado. A nivel formal, Juan F. Rivero no se ha dejado nada en el tintero y ha experimentado con todas las posibilidades de la prosa y el verso, del lirismo y del prosaísmo. Todo cabe en este libro, tan posmoderno en el mejor de los sentidos: plural, lleno de referencias, propio y también actual, como vemos en la fuerte presencia de las redes sociales a lo largo de todo el relato, los estragos de la crisis de 2008 –de la que no nos llegamos a recuperar— o el covid.
Pero hablemos del meollo. El tema no es cualquier cosa: la muerte de un ser querido, de un amigo o amiga. Rivero, como cualquier prosista, cae y se revuelca en la anécdota. Nos cuenta, como si de unas memorias se tratase, cómo conoce a esta persona; nos habla de los lugares de su adolescencia, de amigos y amigas como Cris, Sandra o Pau. También nos habla de sus salidas nocturnas, y nos cuenta momentos, confidencias… Incluso nos habla de algo tan concreto como la enfermedad que le fue diagnosticada a esta persona: un melanoma, que se le detectó mientras vivía en Yokohama. Todos los detalles que sirven para siluetear esta historia tan personal, tan particular son, igual que en la buena narrativa, una excusa para hablar de otras cosas. ¿De qué? Del paso del tiempo, de la muerte, de la memoria y el amor. Los grandes temas de la poesía tratados a través de una historia plena de verdad y de belleza. En esa mezcla de lirismo y narrativa fragmentada, con ese autobiografismo, me ha recordado a otro libro difícil de encasillar: Canal, de Javier Fernández. Y, por ende, también a otros libros herederos de este: El desgarro, de Jorge Villalobos o Redención, de David Refoyo. Todos ellos dedicados a familiares o amigos fallecidos.
En fin, decía Vicente Luis Mora de este libro que era el mejor que había leído de la poesía joven actual. Creo que en realidad quería decir que era el que más le había gustado, cosa que confunden muchos críticos. En cualquier caso, Raíz dulce es un libro interesante, un poemario-diario-memorias, etc. que podrá gustar a todo tipo de lectores y que, sobre todo, nos da una lección bastante importante: que a quién le importa saber si está leyendo un libro de poesía, de memorias o de lo que sea, si a lo que venimos todos los lectores, es a imbuirnos de algo que nos toque, que nos llene, a llevarnos en el bolsillo un puñado de versos o de renglones como el eliotiano “todo lo enardece y alza la crueldad milagrosa de abril” o “Quiero hablarte en presente y que imagines que la cara del mundo todavía no es esta, que tu muerte está aún por decidir, que en la forma futura de la vida / aún cabe tanto”. De esto iba la cosa; todo lo demás sobra.