Mi infancia son recuerdos de un patio, un huerto claro donde madura un limonero, naranjos y un membrillero. Antonio Machado tenía cosas en su historia que recordar no quería. No me pasa a mí, los recuerdos están ahí para vivirlos de nuevo entre la realidad y lo artificioso pues la memoria, a veces juega con el pasado y trae adornado aquello que se vivió.
Mi infancia son juegos, alegría y familia. El colegio General Navarro con una galería acristalada de colores que se reflejaban en el suelo por donde corríamos. Las clases tenían pupitres de madera y una maestra doña María que te pedía la mano para darte con la regla. Doña María era buena, pero eso era cosa de la época, quizás nadie les había enseñado que había otra manera de hacer las cosas, de castigarte sin castigar.
Todas las clases tenían enormes ventanales, pero muy grandes casi del suelo hasta el techo que daban a un paseo con bancos de azulejos, con inscripciones de mapas e historias de los conquistadores extremeños en las Américas, y un Templete rodeado de un lago.
En el recreo salíamos y nos deslizábamos por los brazos de las escalinatas principales que habría paso al edificio, que sigue ahí en pleno corazón de la ciudad. El patio tenía una tapia, rodeadas de frondosos árboles, que nos separaba de los niños. De la otra parte salían voces salvajes jugando al balón que a veces caía de nuestro lado, pero que nos tenían prohibido devolver. La veíamos trotar hasta que se paraba en un rincón y una seño vigilante la recogía.
Las niñas también nos lo pasábamos muy bien, jugábamos a la lleva o al escondite y no parábamos de correr.
Más tarde llegó el instituto Bárbara de Braganza con las misas nada más traspasar el portón de madera. En la capilla, como era pequeña, apenas cabían los profesores el director y las niñas que deseaban ser vistas, las demás nos repartíamos por los pasillos escuchando a través de los altavoces mientras hablábamos y reíamos con precaución, porque si te veía la bedela, doña Pepita, te llevaba al despacho del director y ya estabas castigada para el sábado por la mañana.
Yo visité varias veces el regio despacho del don Alfonso Bullón de Mendoza, marqués de no sé qué. Don Alfonso era muy monárquico, tanto que el paraninfo lo presidian dos enormes cuadros de los reyes, que no reinaban en España, Alfonso XIII y Victoria Eugenia.
Un día en El País Semanal, hicieron un reportaje sobre la monarquía y allí estaba él, en la biblioteca de su casa con el retrato del monarca reinante ahora sin reino y con un pasado confuso de tribulaciones fiscales, judiciales y amorosas. Vamos, la más infame manera de acabar un reinado. Pero ya sabemos que en España, a lo largo de los años, los Borbones nos han dado mucha historia.
Acabé COU en el Braganza siendo una gran lectora y visitante asidua de l Biblioteca municipal, donde niña quedaba con Zipi y Zape o Tintín. Y de mayor me hice amiga de los rusos Antón Chéjov, León Tolstói y Fiódor Dostoyevski o de los franceses Gustave Flaubert, Víctor Hugo…hasta que llegaron para enredarme Pio Baroja, Galdos o Unamuno y la luz de los del 27. En aquella época no teníamos acceso a las mujeres silenciadas por la historia.
Escritoras injustamente olvidadas que ahora reivindicadas literaria y socialmente salen a la luz para disfrute de los lectores. No es un ajuste de cuentas, es darle el protagonismo que se les negó. Por ejemplo Zenobia Camprubí fue la traductora al castellano de Rambindranath Tagore, aunque siempre fue tratada como la esposa de Juan Ramón Jiménez, Teresa León eclipsada por Rafael Alberti y así una lista interminable de escritoras, pintoras, escultoras… de las que hablaré en otros artículos de esta columna.
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