El monarca cuya avaricia le condujo hacia la maldición de convertir en oro todo lo que tocaba. Así es la vida del emérito recopilada en formato docuserie bajo el acertado nombre de Salvar al Rey. Historia reciente que alerta e indigna desde el punto de vista social pero también periodístico. Décadas de silencio al servicio de un personaje cuyos intereses diferían de lo que, en teoría, debe buscar un jefe del estado, primando su bien frente al bien ciudadano.
El denominado cuarto poder, lejos de cumplir con su función estabilizadora y de contrapeso de los otros tres - los cuales no ejercían precisamente su teórica separación -, fue clave para sustentarlos. El periodismo es la columna vertebral de la democracia. Los ojos, oídos y mentes de la sociedad. Informar libremente con rigor y sensatez, es hacer de este mundo un lugar más justo y desarrollado. Y es precisamente esa labor democrática la que debía haber salvado y no el denominado ‘sistema’ apestado por el entonces rey. No salvar al rey de la verdad y, por tanto, del pueblo, sino salvar al pueblo del rey. No se confundan. Ni se engañen pensando que se hubiera traducido en otro levantamiento militar. Ya lo hubo, en el 23F, y la ciudadanía inundó las calles dejando clara su intolerancia y que Juan Carlos utilizó para presentarse en modo Jesucristo. España, entonces, se dividía entre franquistas y republicanos, sin apenas adeptos monárquicos. La jugada maestra de la Casa Real. Esa sí, digna de estudio en las facultades de comunicación, y no la cobertura periodística. Control informativo que se trasladaba también en las aulas. Educación sesgada bajo los ojos penetrantes de su majestad que yacían en la mítica imagen colgada que recordaba a la del antecesor.
Algunos periodistas se amparan en el miedo. Comprensible pero divergente a los valores de la profesión. Otros, se jugaron la comida para informar, sobre todo, con la publicación de libros sin tener la repercusión merecida en los medios. La gravedad desinformativa es equiparable. Sin pasar por alto, por supuesto y para la poca sorpresa de muchos, que otros todavía le defienden. Posturas al margen, salvar al rey fue un éxito y, hasta la fecha, salvar a la monarquía tras los escándalos del emérito también. Que ahora hablen dice mucho más que aquello que expresan en sus declaraciones.
Vida carnal aparte. La infidelidad es juzgable a nivel moral, mientras que la corruptela es juzgada por la justicia, valga la redundancia. Es humano, como todos, cierto, pero deja de serlo en cuanto el mero hecho de ser quien eres te exime de responsabilidad. Y, todavía más, cuando esos errores se pagan con dinero público. Privilegios que chocan cada vez más con la sociedad avanzada actual. Y que se traduce en un creciente rechazo en las nuevas generaciones, sobre todo. Preguntarse por qué en el siglo XXI es inevitable existe un sistema hereditario por designación personal de un dictador —y no por decisión popular, que es lo que define la democracia— es inevitable. Sangre por la sangre. La cultura de la imposición por la pura supremacía.
Al igual que con la iglesia, la distancia con la monarquía crece independientemente de la ideología. Además, se diferencia con otros casos de corrupción política. Porque, aunque todos se aprovechen de su estatus, quien seguro que no tiene ni tendrá —familia inclusive— necesidad económica es el monarca. El robar por robar. Y el poder por poder. Pero siempre insuficiente para saciar la hambruna crónica de enriquecimiento eterno del Rey Emérito. Estar libre de pecado por la excusa de su entrega democrática es inasumible. Es como si salvar a una persona te diera crédito para matar. Ese “pero” ya no cuela. Atrás queda el rey como símbolo de la compañía y la falsa protección. Esa figura más propia de la época medieval.
Así bien, no es recomendable caer en la trampa de la ingenuidad. La monarquía española continúa disfrutando de más poder del que creemos. Incluso aquellos políticos aparentemente revolucionarios y mártires de la lucha social como Pablo Iglesias lo han experimentado. Imagino a este y otros tantos dirigentes llamando a la puerta de la Zarzuela con el propósito de poner en práctica aquello que tanto predicaron en las calles para, acto seguido, agachar la cabeza con tan solo una sonrisa del monarca. Del mismo modo que Don Quijote y Sancho Panza con la iglesia, con la monarquía hemos topado.
Estos reyes durarán más que los magos. No se engañen. Rey Midas.
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