Jesús Ynfante, en su primer libro,
La prodigiosa aventura del Opus Dei: génesis y desarrollo de la Santa Mafia, al referirse a la sede del
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, como centro de reclutamiento del Opus, lo llama “
la colina de los chopos de las imaginaciones de Juan Ramón Jiménez”. Este detalle poético, espigado de su prosa periodística, no es el único y manifiesta una faceta de Jesús, quizá no la más prodigada en una obra centrada en temas de actualidad, pero sí muy significativa para comprender su
talante intelectual y humano. En efecto, su primer volumen no es sólo un ejemplo canónico del mejor periodismo de investigación, sino que está salpicado de referencias literarias y filosóficas que delatan la cultivada sensibilidad de su autor: Adorno, Stendhal, Danton, Carlos Marx, Max Weber, Castilla del Pino o el gran don Antonio Machado, en la vertiente jocunda de sus proverbios y cantares: “¡Ya hay hombres activos!/ Soñaba la charca/ con los mosquitos”.El periodismo como género literario no lo descubrió Gay Talese, ni Tom Wolfe, como quieren hacernos creer los norteamericanos, sino nuestro Mariano José de Larra, de quien Jesús Ynfante se sentía heredero desde el exilio francés en aquellos años del tardofranquismo: “Cuando la censura impedía a Fígaro llamar las cosas por su nombre, hablaba del país de las Batuecas refiriéndose a España. El manuscrito de este libro, editado en París, no ha caído en manos de la censura española, hoy día mucho más inquisitorial que en el siglo XIX. El libro, pues, está redactado sin trabas ni circunloquios: un estilo muy necesario tras treinta años de vida bajo un régimen totalitario. Va dedicado por ello
a los batuecos —como escribió Larra—
a quienes una larga costumbre de callar ha entorpecido la lengua”. Y en él —podemos añadir— se encuentra ya desplegado el admirable talento de su autor y también sus características de estilo: cobra forma escrita la prodigiosa aventura de Jesús Ynfante, quien une a la más portentosa capacidad de investigación y a la más impecable organización y exposición de los datos, un respeto por el idioma y una conciencia de pertenencia a una tradición literaria como sólo en un poeta puede darse. Una tradición de heterodoxos españoles en el exilio. Un exilio del que, de alguna forma, nunca logró escapar, como aquellos ángeles, como aquellos albatros caídos del cielo con los que Baudelaire comparó a los poetas. Un valiente, un romántico, pero sobre todo un hombre en su tiempo que jamás se acomodó a los servilismos al uso:
Non serviam.Amaba la poesía y conocía a los poetas. Tal vez, de ahí nuestra amistad, tan pronto nos presentó su increíble hermana Carmen y hablamos por vez primera. Fue en la casa donde yo vivía entonces, que había sido de un antiguo ejecutivo de Rumasa y tenía un vicio oculto: estaba plagada de termitas. Curiosamente, Jesús Ynfante había publicado una novela satírica sobre el entramado de Ruiz-Mateos titulada
El silencio de la termita. Los astros se posicionaron para que nuestra amistad hubiera de perdurar. Jesús se quedaba a veces allí, cuando venía a Jerez. Otras, en un hotel cercano. Otras, en casa de su fiel amigo Cristóbal Rubiales —Cristobica— en la calle Medina, donde yo también me aposenté una noche extraordinaria, etc. Más adelante, en la mía de Picadueñas habilité un cuarto de invitados que prácticamente sólo él utilizó. Correspondía así a la amabilidad de Jesús, en cuya habitación de invitados de Los Barrios me instalé algunas veces, entre ejemplares de la revista satírica
El Cocodrilo, que dirigió. Los recuerdos son muchos, tan abundantes como su liberalidad. Compartíamos la pasión de las letras, pero también por el vino, y por el vino de Jerez. A la presentación de mis
Cuentos con alcohol, en la Feria del Libro de Cádiz de 2002, trajo un surtido inolvidable de botellas de
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Amontillado del Duque para agasajar a la concurrencia. Su sibaritismo competía con su generosidad.Citaba a Cervantes por “la olla podrida” de las bodas de Camacho que, decía, venía no de podredumbre, sino de poderío. Le gustaba parodiar, para referirse a sí mismo como escritor, la leyenda que llevaron durante años las botellas de los caldos de Pedro Domecq: “Esta casa tiene por norma desde su fundación no concurrir con sus productos a ningún certamen nacional ni extranjero”. La imagen con que condensaba su afán investigador es gastronómica: “La mano que levanta la tapadera no tiene la culpa del humo que sale del puchero”. Gustaba tanto del condumio como del bebercio, de la poesía como de la buena conversación y alegraba los instantes con agudezas y buen sentido del humor. Me contaba anécdotas del exilio y también de Madrid, de los escritores de los círculos que frecuentaba. Tuve el placer de ir con él a las lecturas de sus amigos Ángel González, en las bodegas Barbadillo de Sanlúcar, y José Manuel Caballero Bonald, en la Fundación homónima de Jerez, entre otras.Escribía siempre a mano, con letra minuciosa, y le salían callos en los dedos por emplear el bolígrafo durante horas. Mi admiración a su condición de escritor sólo es superada por el enorme cariño que le sigo profesando. Creo que lo mismo debe suceder a todos sus amigos. No se me ocurre mejor forma de homenajearle que brindar con una copa de oloroso que sepa a gloria y recordar el poema que le dediqué en mi
Declaración de un vencido. Se titula “El siglo”. Dice así:
Un fauno fue Verlaine.Rubén, de cobre ebrio.
Nosotros, la ceniza,el cristal que refleja aquel incendio,que aún guarda memoria de sus llamas—prendieron las palabras como fósforos—.
También a Valle-Inclán nos lo soñamosy, luego, a Federico, a don Antonio—la crueldad y tristeza de sus muertes,de la vida arrancada de un país:aún resuena en nosotros el eco de la sangre—.Cuarenta años de olvido cayeron sobre España.Linternas del exilio —la voz de la conciencia de Cernuda,la pura dignidad de Juan Ramón—alumbraban la noche —Alberti cabalgando con Neruda—.
Adentro, la elegía, las nanas de cebollade Miguel moribundo —Pemán condecorado—.
Esa es la historia. Un día despertamosy era imposible ya resucitar los muertos.