Salud, dinero y amor. Dicen que esas son las tres cosas más importantes que hay en la vida. Si aceptamos eso, la felicidad de los seres humanos podría ser medida por el grado de control que tenemos sobre nuestra salud, nuestro dinero y nuestros sentimientos amorosos. Desde la noche de los tiempos, los seres humanos han sido profundamente desdichados precisamente porque eran incapaces de tener el control sobre las tres cosas que podían hacerlos felices. Durante siglos, las personas estuvieron convencidas de que las tres eran cosa del destino, de una especie de suerte venida del cielo y sobre la que apenas podía hacerse nada más que resignarse con la esperanza de un lugar en el paraíso.
La enfermedad era una maldición divina. El dinero venía con la cuna de cada cual, y el amor lo elegían entre la cuna y las circunstancias, casi el azar. Al marido o a la mujer se les pedía que fuesen trabajadores y honestos. Si además eran amantes, eso ya era una bendición del cielo. Hasta fechas muy recientes, todo fue voluntad de Dios. O de los dioses. O de los brujos de la tribu y los reyezuelos. Poco a poco, el ser humano, los ciudadanos y las ciudadanas, fueron conquistando parcelas de poderes ancestralmente atribuidos a las divinidades o al azar.
Los enamorados lograron elegir a sus parejas sin verse sometidos a la voluntad o a la conveniencia de los progenitores. Casi al mismo tiempo, los trabajadores ganaron poder adquisitivo -control sobre su economía- con la conquista del estado del bienestar, con enormes luchas que costaron mucho dolor. Curiosamente, han sido conquistas alcanzadas en el último tramo del siglo XX. ¿Y la salud?
La enfermedad y la salud pasaron de las manos de Dios a las del brujo y del brujo a las del médico. Hasta que la conferencia de Alma-Ata sobre Atención Primaria (Kazajistán, OMS, 1978) proclamó que la salud no es sólo la ausencia de afecciones o enfermedades, sino "un estado de completo bienestar físico, mental y social", un derecho humano fundamental cuyo logro es un objetivo social sumamente importante en todo el mundo. Un derecho que "exige la intervención de muchos otros sectores sociales y económicos, además del de la salud". Desde entonces sabemos que la salud humana depende de factores que escapan al control médico: la economía, la higiene, la alimentación, el confort de las viviendas, el tabaquismo, el alcoholismo, el deporte...
Eso supuso una revolución sin precedentes en la forma de entender la salud y la consiguiente pérdida del poder médico. Trajo la creación de la Escuela de Salud Pública, en Granada, pese a la oposición frontal del entonces ministro de Sanidad, Ernest Lluch, que defendía la vigencia de la Escuela Nacional de Sanidad, con sede en Madrid. La sanidad era el arcaico modelo basado en la curación de dolencias, cuyo monopolio ejercía el médico mediante un saber casi mágico y unas técnicas muy costosas. En cambio, la salud era la alternativa de Alma-Ata y se basaba, además de los profesionales y servicios sanitarios, en la responsabilidad individual de las personas y en las políticas de bienestar social.
La instalación de alcantarillado en las ciudades y pueblos a finales del siglo XIX y principios de XX, por ejemplo, supuso para la salud de la humanidad tanto o más que el descubrimiento de la penicilina, pero eso no interesaba a nadie porque las alcantarillas no se vendían y la penicilina sí. Eso mismo ocurre ahora con la sanidad pública. Genera salud (bienestar físico, mental y social) pero no es negocio. Por eso la quieren privatizar, aunque para hacerlo había que devolverle antes el poder al médico y a su saber casi mágico. Un saber cuya expresión actual no es el conocimiento médico, sino el uso desmedido e injustificado de tecnología altamente sofisticada. Así, la sanidad vuelve a ser negocio y fuente de poder.
No es casualidad que la Junta de Andalucía esté desmantelando la Escuela de Salud Pública de Granada. Dejamos atrás la promoción y prevención y volvemos al modelo reparador, que es el rentable para la industria. De hecho, hemos dejado abandonada la atención primaria y estamos otra vez instalados en el hospitalocentrismo anterior a Alma-Ata. Todo eso y mucho más está en juego con el deterioro del sistema sanitario público. Con ser grave, muy grave, tener que pagar por acto médico no es únicamente lo que va a ocurrir. Lo grave es que volvemos a perder el control de nuestro bienestar, cada vez más en manos del aparato médico, lo mismo que el neoliberalismo nos priva a pasos agigantados del control de nuestra economía.
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