Las cadenas de distribución alimentaria siguen imponiendo su poder y su ley de Atila. Su influencia mucho tiene que ver en la presión sobre la subida de los precios de los alimentos, aplican su ley de Atila. Con su hambre incesante de beneficios, son los pequeños los que salen perjudicados. Al final de la cadena, los consumidores que pagan precios a menudo injustificadamente altos. Y en el inicio de la cadena, los agricultores, ganaderos, pescadores que siguen sin recibir rentas acordes al valor añadido que aportan.
Y en medio, un colectivo, un gremio, el del pequeño comercio que está siendo pisoteado y en muchos casos acaba abandonando, desapareciendo. Las grandes cadenas, a su llegada a un territorio, arrasan, tras su paso, poco queda.
Es desolador comprobar cómo en demasiados lugares, el despliegue de las grandes cadenas de supermercados supone el cierre y abandono del comercio local. Los carteles de panadería, carnicería, frutería, se añejan, los escaparates se acartonan, las fachadas se lascan. Quedan como un decorado vintage que se vuelve invisible a los vecinos y al que algunos turistas capturan en sus cámaras en busca de ese recuerdo singular. Al mirar dentro de las fachadas desconchadas y los anuncios obsoletos, puede atisbarse que en el olvidado mostrador y estanterías solo quedan kilos y kilos de tristeza. El efecto dominó en la médula comercial tradicional es desolador, tras los establecimientos de compra diaria, caen el resto de comercios, las mercerías, droguerías, ferreterías, y al final, la vida.
La vida de los pueblos al garete. En muchos, al pasar, cuesta hasta encontrar un bar. Los vecinos cogen el coche por la mañana, y todo lo apañan en el moderno centro comercial que bulle en la ciudad cabecera de comarca. Atrás, la plaza del pueblo, vacía de mayores y niños. El pueblo hueco de actividad y economía, la causa de muerte del medio rural.
Ya no llegan al consumidor los productos locales, así que también se corroen fuera de la vista de los curiosos las embuchadoras, las balanzas, las cocedoras, los hornos, los cuchillos, los rodillos, los baldes, las guitas. Las puntillas, varas y argollas miran desde las vigas, asustadas de olvido, al incomprensible precipicio del óxido y las telarañas.
Se pudren las semillas de las variedades locales, se extinguen las razas autóctonas, se olvidan las recetas, las plantas medicinales y aromáticas se marchitan sin sanearse. Mueren las últimas abuelas que sabían de, los últimos abuelos que eran capaces de.
El precio que estamos pagando por este supuesto desarrollo y globalización no vamos a tener ahorros con el que pagarlo.
En la cadena alimentaria neoliberal, donde prima el negocio, perdemos los consumidores y el territorio. Estamos, en la práctica, siendo prisioneros de un modelo que nos empobrece, que nos languidece como personas y sociedad y que acabamos pagando en Salud, en el sentido más etimológico del término.
En toda esa vorágine que se me antoja oscura y perversa, algunos intentan hacerlo bien. Hoy me he topado con alguna de esa gente de luz. Se hacen llamar Albota, es una entidad que está en Transilvania, región que, además del mito de Drácula tiene un sinfín de atractivos paisajísticos, culturales, históricos, y también un clima y una tierra que les permite generar todo un mosaico de productos alimenticios excelentes.
En Albota llevan a la práctica esa idea tan bonita y beneficiosa como compleja, dado el poder de la gran distribución, que ha inspirado una directriz de la UE: De la granja a la mesa. Ellos lo hacen a nivel comarcal, logrando una completísima cesta de productos frescos y elaborados. Cultivando y criando variedades locales y razas autóctonas, recetas tradicionales. Apalancando el proceso, que es un elemental rasgo diferenciador, desde el productor (con cara y nombre) al consumidor.
Se pueden visitar sus instalaciones, te enseñan los procesos, puedes comprar en la tienda y llevártelo a casa, comprar en internet. E incluso que te lo sirvan en el restaurante que tienen. Destacan las recetas tradicionales, las conservas vegetales, los ahumados de los productos cárnicos y la trucha, una joya de aquellas montañas, los quesos, miel, vino, pan.
El éxito del modelo es un círculo virtuoso para el territorio. Porque para tomar la trucha son imprescindibles ríos sanos, para tomar el queso tradicional hace falta la oveja y la vaca autóctona, para tener un bote de la humilde y tradicional Zacusca, la singular y exquisita versión del pisto en Rumanía, hacen falta las variedades locales de berenjenas, pimientos, cebollas, tomates, zanahorias. Manejar el ganado, cultivar las granjas, elaborar los productos requiere mano de obra especializada. Fijan población al territorio. Fortalecen su identidad. La riqueza se queda donde se genera. Demuestran cada día cual es una de las vías de solución a muchos de los problemas del medio rural y, en la otra cara de la moneda, nos ponen delante todas las vergüenzas de la cadena de valor alimentaria globalizada dominada por grandes corporaciones que solo están interesadas en vender, no en alimentar.
La política de transparencia y accesibilidad es contundente. Se pueden visitar las instalaciones productivas, incluso alojarse. Tienen distribución en tiendas y por internet. Y un restaurante propio donde al consumidor/cliente más exquisito, le ponen los productos en el plato.
El restaurante es la guinda. Se llama Hermania, está en Sibiu, y, como repera, está en la calle de la filarmónica, en el edificio donde tuvo su sede la Orquesta Filarmónica de Sibiu, una de las ciudades europeas con más larga tradición musical. El comedor hoy era la antigua sala de conciertos. Así que los buenos olores y sabores rezuman corcheas, cuerdas y allegros. Por si alguno se despista, cuando llegan los platos y se genera silencio en la sala, aflora Schumann en el hilo musical.
Si, en todo este bochornoso sinsentido, hay gente que lo hace bien, prestémosles atención porque son los que tienen las llaves y las soluciones.
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