Un buen trozo de nuestro mundo rural tiene sabor salado. En esas orillas, las mujeres y hombres acompasan sus vidas y tareas a las mareas, y su piel luce barnizada de salitre y sol. Son los mariscadores, las mariscadoras. Un oficio muy anónimo y al que sólo nos arrimamos gracias a nuestra mesa y paladar, sobre todo en fechas señaladas, como son las navideñas.
La ley de la oferta y la demanda suele jugarnos entonces una mala pasada pues el precio de los mariscos en días claves, se dispara. Se convierten en objeto de deseo esos mejillones, percebes, ostras, almejas, navajas, cañaíllas, burgaos,…, y puede, engañarnos el subconsciente, y hacernos creer que los que andan detrás de todo ese mercado, andan frotándose las manos.
Puede ser cierto en algunos casos, pero no en el de las mariscadoras y mariscadores, que cuando se frotan las manos es para tratar de que entren en calor. Porque este oficio de pescadores es tan duro como desconocido y desagradecido. También en este pequeño sector se produce la cruel circunstancia de que son los productores, los extractores, los recolectores, el sector primario en definitiva, el eslabón más castigado de la cadena. Un trabajo tan duro y penoso como mal retribuido. Lamentablemente no se diferencia en eso de otras muchas profesiones antiguas.
Es la marisquería un oficio tan añejo, que en las zonas costeras, se sabe de la existencia de civilización por los concheros, esas acumulaciones de restos de crustáceos y bivalvos que se extienden desde la Tierra del Fuego al archipiélago canario. Y también en Andalucía, como el de Cañada Honda en Aljaraque o el de la calle Luis Milena en San Fernando.
Una actividad extractiva que a lo largo de muchos siglos ha sabido ser sostenible, pues ser mariscador consiste no sólo en saber extraer el marisco de la piedra, de la arena o del fango sin hacerle daño. Es también saber elegir, no esquilmar la colonia, conocer las épocas de engorde y reproducción. Respetar las áreas y tiempos de veda para asegurar el mantenimiento de la población y respetar los equilibrios naturales. Esto es, dejar que crezcan los pequeños, cuidar de las especies complementarias, para poder seguir desarrollando la actividad en el futuro.
Y sin embargo, a la marisquería, como perro flaco, todo son pulgas desde hace unas décadas. La burocracia y una excesiva regulación que trataba de evitar el intrusismo, ha acabado minando el acervo profesional y el relevo generacional, ha vapuleado las rentas de los extractores en detrimento de los intermediarios, ha generado un mercado negro dañino para todos y ha desvirtuado un sector que hasta hace muy poco seguía las sanas reglas de la temporalidad, la sostenibilidad y los canales cortos de comercialización. De otro lado, la colmatación de muchas zonas marismeñas, la contaminación de las aguas o las piscifactorías y viveros explotados por grandes empresas, atenazan a un sector que ve muy oscuro su futuro.
Siguiendo un instinto básico de supervivencia, los mariscadores han encontrado en la alianza una vía para defender unos derechos básicos que los equiparen a cualquier otro oficio. También están surgiendo, y cogiendo fuerza, asociaciones de mujeres mariscadoras en Galicia y Cantabria. En Andalucía ya existen nueve asociaciones de mujeres vinculadas a la pesca, integradas en la Asociación Andaluza de Mujeres del Sector Pesquero (AndMuPes), todavía ninguna de mariscadoras.
La viabilidad, la continuidad del sector marisquero tradicional y artesanal es necesaria, no por cuestiones románticas ni antropológicas, sino porque su supervivencia, como la de tantos otros oficios rurales, es la prueba evidente de que el conjunto de la sociedad es capaz de seguir manteniendo una serie de equilibrios naturales, una biodiversidad, unos usos y costumbres que han existido durante siglos y que se convierten en la llave de futuro, porque son los testigos de ciencia, los clavos de oro que permiten constatar que somos capaces de desarrollar una civilización, una actividad humana integrada y acorde al medio en el que vivimos.
En nuestro medio rural costero, la prueba contundente de que somos capaces de vivir y progresar, a la vez que entender y convivir con las características idiosincráticas del territorio, es el marisqueo tradicional. Esto es, cuando lleguemos a un pueblo costero y veamos mariscadores artesanales, podemos decir que allí hay vida, progreso, salud, prosperidad, futuro (y ricos manjares en sus pescaderías, bares y restaurantes).
La inmensa mayoría de nosotros, tenemos escaso contacto con ese mundo, apenas cuando nos llegan esos delicatesen en el plato. Recordemos entonces a las mariscadoras y mariscadores, su duro oficio y el borde del abismo al que se encuentra la profesión. Y si estamos dispuestos a ir un poco más allá, cuando vayamos a comprar o pedir marisco, preguntemos si es de vivero o salvaje, si es de proximidad, si es de temporada, si ha sido obtenido con técnicas sostenibles, si una parte importante del precio que pagamos les llega a los artesanos marismeños, pues son ellos y ellas quienes se lo merecen.