Una mañana primaveral, Miguel me había emplazado frente a una calera tradicional, una de las muchas que hay diseminadas por toda Andalucía, para explicarme el proceso de la obtención de cal. El ya octogenario, me relataba que lo había vivido desde pequeño, había bebido de la experiencia de su padre y de su abuelo. Venia de familia de caleros, un oficio perdido, me relataba con orgullo pero con un hilo de nostalgia en su voz mientras bajábamos por un sendero entre aulagas, jaras en flor que moteaban de blanco las vistas y reverdecidos lentiscos.
"En realidad en el pueblo muchos se dedicaban a ello en el pasado, de siempre", enfatizaba. El trabajo era duro, comenzaba con el acarreo de rocas calizas extraídas de los afloramientos naturales de la zona para, con ayuda de los animales, llevarlas hasta la calera, un horno levantado con las piedras calizas dispuestas en forma abovedada, donde se llevaría a cabo la calcinación que duraría tres días obteniendo los dos productos que luego vendería: la cal viva y de esta la cal apagada, elementos con gran versatilidad en cuanto a su uso.
Era ya conocida la cal como material de construcción en la época del Imperio Romano. Tras calcinar la roca caliza, era mezclada con ceniza volcánica y agua marina formando una pasta denominada puzolana con la que conseguían una mezcla fuerte y resistente. Solo hay que contemplar las perdurables edificaciones de la época que hoy en día se mantienen noblemente en pie viendo pasar los siglos.
La utilización de la cal se ha mantenido como elemento de construcción. Las ventajas que aporta frente a otros productos como el cemento por ejemplo, son numerosas. La obtención en la industria es más sostenible creando un menor impacto ambiental, aporta durabilidad e impermeabilidad a las construcciones; es transpirable por lo que contribuye a que no proliferen mohos y bacterias en las edificaciones incidiendo en la salud e higiene de las personas que las utilizan; es un elemento biodegradable y contribuye a la calidad del aire ya que absorbe CO2 del ambiente a tener en cuenta en las ciudades especialmente.
Aplicada además tradicionalmente en las fachadas, su color blanco, seña de identidad en los pueblos de Andalucía, permite reflejar la luz y absorber menos energía en forma de calor, proporcionando una bajada de la temperatura de la vivienda y no siendo descabellada la idea de considerarse una medida más para paliar el aumento de las temperaturas debido al cambio climático en edificios, reconsiderando pues el color de las ciudades, los suelos negros de asfalto, fachadas oscuras.
Como cada año, en época estival en mi caso, era tiempo de blanquear. El encalaor prestaba sus servicios blanqueando las fachadas, interior de las viviendas y patios si ningún miembro de la familia podía realizar el trabajo. Era un oficio solícito durante esta época. En mi casa, mis padres asumían el blanqueado de las partes inaccesibles mediante el uso de la escalera y largas cañas, mientras que los jóvenes blanqueaban tras de ellos las alcanzables desde el suelo y los pequeños limpiábamos las gotas que caían o "echábamos la cinta" con una pequeña brocha.
Unos días antes se preparaba la cal mezclando cal viva con agua ya que habría que esperar a que se secara, o en su defecto cal apagada. A la vez se disponían todos los utensilios: brochas de diferentes tamaños, escalera, baldes de zinc, cubos, una o dos cañas de considerable largura en cuyo extremo se ataba una brocha nueva, circular, de buen tamaño, y que de esta forma se lograba alcanzar la parte superior de la fachada, justo debajo del alero del tejado. Muy temprano porque la tarea era larga y toda la familia en pie para sumar esfuerzos, comenzaba la tarea removiendo la cal a la que se le añadía un poco de azulillo con el fin de obtener un blanco más luminoso.
La cal ha sido tradicionalmente un producto de valía en el hogar como desinfectante. Al igual que actualmente se asocia la idea del uso de lejía a la higiene y limpieza, antes ocurría con la cal. Ya en época romana se blanqueaban las casas humildes, pero no fue hasta el siglo XVI y siguientes, cuando por causa de la aparición de epidemias, los ciudadanos fueron obligados a encalar sus viviendas, hospitales e iglesias donde se atendían a enfermos, consiguiendo con ello desinfectar las estancias, debido a sus propiedades antisépticas y bactericidas.
Una vez encalada la fachada y el patio, era el momento de utilizar la cal para cuidar de las plantas que aportaban un agradable frescor y generosa sombra y que se agradecía especialmente en los tórridos días veraniegos. Era normal que mi madre esparciera con tiento pequeñas cantidades de cal en los arriates y mi hermano y yo encalar los troncos de la parra, el peral, el membrillo y el limonero que reverdecían mi patio, vigilando que no se blanquearan hojas, brotes, flores o frutos. También se blanqueaban los naranjos y lilos, que alegraban y perfumaban algunas calles, siendo la vecindad la que se volcaba en su cuidado; una labor que hoy en día, tristemente, el ciudadano evita considerándolo que no son de su propiedad.
De forma habitual ha sido considerada una gran alidada de las plantas. Al tener la propiedad fungicida, la cal permite controlar plagas de hongos, parásitos y pequeños insectos que pueden afectar a la planta desde su base y a lo largo del tronco, por lo que se evita los pesticidas. Esparcida sobre la tierra corrige la acidez, descompacta el suelo y permite a la planta absorber mejor el agua y los minerales necesarios para su crecimiento sin poner en riesgo la planta, las personas y el ambiente.
Si es un componente más del compost, mejora la porosidad del suelo y aporta calcio a la planta, siendo este un nutriente fundamental para su crecimiento y una actuación ecológica para algunos cultivos. Si se añade al suelo evita la contaminación del suelo por la putrefacción de desechos sólidos, resultando menos agresivos para el medio ambiente.
Además de estos usos domésticos que aún son frecuentes en la rutina doméstica en entornos rurales, me sorprendía observar, cómo de de vez en cuando se echaba una piedra de cal al pozo que, ya fuera por su ubicación o por la importancia que tenía el disponer uno en el hogar, se podría decir que presidía el patio. Con mirada infantil y como por arte de magia, al cabo de unos días el agua mejoraba su apariencia.
La cal se utiliza para la potabilización de agua, el tratamiento de las aguas residuales, ajusta el pH y estabiliza los lodos. Añadida al agua evita la capacidad de putrefacción de materia orgánica, previene olores desagradables, consigue la clarificación y disminuye el contenido de bacterias y virus gracias a su capacidad biocida, de forma natural.
Por todo lo expuesto podemos decir que este material humilde, por la humildad de los entornos en el que ha sido utilizado con más asiduidad, ha sido esencial en el devenir de los siglos y de la calidad de vida de la población. La multitud de aplicaciones la convierten en un producto versátil, con multitud de propiedades, hoy se le reconocen más de 130, y que con el paso del tiempo ha demostrado su eficacia y fiabilidad.
Hoy conocemos que su uso contribuye positivamente a mantener el equilibrio en el suelo, en el agua y el aire, contribuyendo al mismo tiempo a mantener una calidad de vida desde el punto de vista de la higiene y la salud de las personas. No podemos más que tenerla muy presente en los desafíos medioambientales que, como la espada a Damocles, nos amenazan, siendo una gran alidada para el cuidado del medio ambiente y a la sostenibilidad a la que aspiramos porque no es sólo la importancia que ha tenido la cal a lo largo de los siglos, es la que estemos dispuestos a darle.
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