Matar: quitar la vida a un ser vivo. Matanza: faena de matar los cerdos, salar el tocino, aprovechar los lomos y los despojos, hacer las morcillas, chorizos, etc. Nos vimos obligados a dejar de hacer con las manos tantas cosas... No era un impedimento directo sino una sugerencia moderna.
Las labores eran una pérdida de tiempo (mi abuela le tenía tremenda tirria a la asignatura de Tecnología “cuidao…, gastar dinero en tanta chuminá en vez de enseñaros a poner un botón”), el usar y tirar era cuasi una religión, fuimos engatusados por una dinámica de consumo que iba tornándose dictatorial.
Las marcas dejaron de vanagloriarse por sus productos resistentes y duraderos, dejamos de consumir uno bueno (“sino se puede hoy se podrá en unos años”) por cientos malos, la cuestión era estrenar y la estrategia que el producto saliese de fábrica con una fecha caduca predeterminada (“he ido a que me arreglen la plancha y me dicen que me sale más barata comprar una nueva que arreglarla”).
Las modas convertían de un año para otro el pantalón pitillo, por ejemplo, de plaga a prenda en peligro de extinción, las manos fueron formándose en el uso de la cartera, convirtiéndose estas en especialistas de tomar y dar dinero, pagar y cobrar sin ser conscientes del calado de dicha acción. Para colmo dejamos de alimentarnos y lo sustituimos por comer, el ser humano engullía productos no por la necesidad y el disfrute del buen yantar sino por un mero trámite calórico que su cuerpo atendiendo a prisas satisfacía sin ninguna exigencia y a ser posible al menor coste.
Cabe destacar un dato curioso y nada deleznable, los países “desarrollados” han reducido en su economía familiar el gasto en la cesta de la compra pero ha aumentado el gasto en medicamentos farmacéuticos.
Matanza: celebración de la vida en torno al acto de la muerte. La familia de campo celebra con sus seres queridos tener carne que les alimente durante el próximo año.
Carne sin sufrimiento, animales alimentados en un espacio de autosuficiencia en el que la cadena consiste en reducir al máximo la basura que pueda generar, el noventa y cinco por ciento de los residuos vuelven a formar parte de la tierra, la huella de carbono que produce esta alimentación contrasta notablemente con la brutal huella que genera la ganadería intensiva y por ende la agricultura intensiva que alimenta a animales estabulados que atienden a la fórmula de “pastoreo cero”.
Al vivir la familia de campo acorde al ciclo natural de la vida con una herencia cultural como la dieta mediterránea, nos encontramos con un estilo de vida envidiable que recoge además de una pauta nutricional rica y saludable, recetas, formas de cocinar, celebraciones, costumbres, productos típicos y actividades humanas diversas. Estilo de vida paradójicamente en peligro de desaparecer ya que un campesino intacto era la única clase social con una resistencia interna hacia el consumismo; desintegrando las sociedades campesinas se amplía el mercado.
“Unas cuantas lonchas de tocino... calman el mal genio, y estimulan la armonía doméstica”, William Cobbett (naturalista británico). La sensiblería de hoy en día está intrínsecamente relacionada con la desnaturalización del ser humano, conozco a mucho joven que le falta brillo “tocinesco” en su mirada, y esa falta de brillo me asusta, y el mate que desprende su mirada, esa oquedad empozada en ojeras me acongoja.
Muchos de ellos son combativos, pero su lucha es de salón, sus paseos por la naturaleza están llenos de escaparate, cuando contemplan amaneceres y atardeceres no lo hacen con el alma sino con la cámara de fotos de su teléfono móvil 2.0, aquellos que combaten desde el vegetarianismo o veganismo compran frutas y verduras sin saber si estas lloraron o no al ser arrancadas o cortadas, compran en grandes superficies que devoran al pequeño comercio, tienen perros que pasan la mayor parte del día encerrados en pisos, compran cerveza de lata de marca blanca, hablan y se quejan y siguen hablando y critican y continúan con la retahíla y culpan a terceros, siempre a terceros, terceros lugares, terceras personas..., las palabras están bien pero son mucho más efectivos los hechos.
El fin de semana de nuestra matanza se celebra por San Valentín.
Un Viernes noche donde la familia recibe a todos los invitados que vienen de fuera con abrazos sinceros y alegría campera, una cena de conversaciones lentas de bienvenida.
Un Sábado de muerte, agradecimiento a la vida por el alimento que nos ofrece, durante la mañana mientras el animal es matado, chamuscado, descuartizado, un trasiego de personas giran alrededor de la muerte ayudando cada uno en la tarea que le corresponde, que se ofrece, que puede desarrollar. Durante la tarde una vez se han decidido las cantidades y variedad de chacina, se procede a hacer los diferentes mondongos en las artesas.
Mientras las labores se suceden, una fiesta está bullendo, no sé sabe bien ni cuándo ni cómo ni por qué empieza una “toná”, que le sigue un “rajeo”, que le animan unas palmas y le alborota una caja, a continuación magia. Hago una panorámica del instante y mis vellos se ponen de punta, observo a mi alrededor rostros felices de personas queridas, personas tan dispares..., personas que nuestra familia ha ido conociendo, queriendo bien y guardando a buen recaudo.
Un Domingo de resurrección, comienza el llenado de tripas, sucediéndose salchichones, chorizos, morcones, morcillas, patés, cañas de lomo, se limpian los jamones y las paletillas. Y mientras hacemos, hacer con las manos, conversamos, cantamos canciones matanceras, reímos, contamos historias, nos emocionamos, compartimos y nos despedimos, “hasta el año que viene si Dios quiere”.