Yo nací entre hayas y robles. Siempre han estado allí, en lo que alcanza la memoria. Durante algunos años muy duros de la posguerra, no había otro modo de sustento que lo que se podía sacar de la tierra, de los montes, porque el valle del río Oja es muy estrecho cuando cruza por mi pueblo. Y los arroyos que en él vierten no dan más que para una línea de praderas con manzanos. Quedan las laderas, que fueron roturadas con los arados romanos arrastrados por las yuntas de vacas. Poco a poco se fueron quitando pastos al ganado por los cultivos. Cultivo bianual, por pagos, de trigo, cebada, y centeno en las zonas más altas. Dejando el segundo año para aprovechar los rastrojos. Y al tiempo aumentó la presión de pastoreo al matorral y arbolado.
También era necesario obtener leña para las cocinas de las casas, y durante algún tiempo para las caleras. El hayedo siempre estuvo protegido, pero el resto de los árboles del monte y de las riberas se cortaba con frecuencia: avellanos, ezcarros [Arce campestre], majuelos, fresnos y, sobre todo, chaparros (allí se denomina así al Quercus pirenaica), sin dejar que se desarrollara bosque frondoso.
Con el tiempo, la necesidad disminuyó, o mejor dicho las condiciones de vida en las ciudades resultaban más atractivas y, al tiempo, aquella agricultura de casi subsistencia dejó de ser rentable. Dejó de cultivarse mucha tierra que, gradualmente, fue invadida por el matorral, lo que permitió a las masas arboladas expandirse. También se plantaron coníferas, principalmente por parte de la administración, pero también en pequeñas parcelas particulares.
Hoy apenas se cultiva nada y la ganadería que queda no puede controlar el avance del matorral, a pesar de los desbroces que realiza la administración en algunos espacios que se desea sigan siendo pastizales. El bosque avanza, joven y vigoroso. Ni siquiera se cortan las hayas porque no tienen valor. Han desaparecido las serrerías y resulta más barato importar la madera.
Me encanta, cada vez que vuelvo a mi tierra, sumergirme en los bosques, sentir su latido, escuchar a sus habitantes esquivos, inundarme con su energía. Y, en otoño, la magia de los colores cuando llegan los fríos, me transporta a un lugar lleno de paz y de belleza. Para mí, los bosques tienen su vida propia y solo necesitan que no les molestemos demasiado.
Cuando llegué a Andalucía descubrí, un bosque diferente a los míos, que también tenían ganado y su tierra se arañaba con los arados, pero aquí la dehesa tenia algo mágico que me cautivó. Es un bosque diferente que no existe sin la intervención humana, es como un gran jardín. Viví cuatro años en Hinojosa del Duque. En la zona occidental del Valle de los Pedroches, el exceso de cultivo y de presión ganadera casi ha hecho desaparecer la dehesa. Quedan pocas encinas y muy envejecidas.
Y estaba allí en el momento en que se comenzó a apoyar la forestación de tierras agrarias. Entonces yo soñé con recuperar las dehesas del entorno para que algún día pudiera verlas como las de la zona oriental, como las de Villanueva. Soñar no cuesta nada y las tareas más largas y complejas hay que empezarlas cuanto antes. Así que nos pusimos a sembrar encinas en la finca del Centro IFAPA, que es una cesión del Ayuntamiento de una pequeña parte de la Dehesa del Espíritu Santo. Han pasado ya al menos 25 años, y cada vez que puedo voy a ver las encinas. Es una de mis mayores satisfacciones profesionales.
Todavía queda mucho para conformar la dehesa, pero está en camino. Si las personas que están allí las siguen cuidando, algún día podrán verlas espléndidas y disfrutarlas quienes vivan cuando ya no estemos. Las encinas se plantan para los nietos según dicen en el campo. Ojalá hubiera llenado la finca de encinas, pero coincidió con unos años muy secos y tuvimos que regar una a una, varios veranos, para que no murieran. Y aunque no sea más de una quinta parte de la finca, el hecho de que estén ahí es importante porque ha permitido hacer muchos trabajos de investigación, de experimentación, de manejo y de formación de agricultores en técnicas de poda y plantación.