Habíamos recorrido gran parte de la llanura del Serengueti durante toda la jornada. Cuando llegamos a una zona habilitada para acampar, algunos se pusieron a montar las tiendas, otros a buscar rápidamente la ducha al aire libre, habilitada cerca del depósito de agua, para zafarse del polvo que se incrusta en la piel. Yo, seguía mirando pájaros cuando se armó un enorme revuelo. Alguno corría con la toalla como taparrabos. Un gran elefante había acudido al olor del agua, se había metido en medio del campamento y había hecho suya el agua, toda.
Esa es la primera cara de un elefante. Tiene una fuerza natural con la que puede aplastarte, sin pensar siquiera en proponérselo. Sólo por conseguir lo que busca. La subida de los precios de productos básicos tiene el mismo efecto. Se lleva por delante lo que haga falta. Así ha ocurrido con el precio del aceite de oliva. La subida de precio de los últimos meses ha hecho descender el consumo a niveles catastróficos, generando además un cambio de hábitos de consumo de muy difícil corrección.
Lo habitual es ver a los elefantes desde lejos, calmados, paseando, comiendo. Son moles que se mueven despacio, sus movimientos son bastante predecibles. Por eso se hace el símil con las grandes corporaciones, se dicen que son como elefantes, se mueven lentas, tardan en reaccionar. Parecen ir siempre dos pasos por detrás de la innovación.
Ante una primavera del 2024 algo más generosa que anuncia mejoras en la cosecha, el sector del aceite de oliva se aventuró a decir que en unos meses podríamos ver un pequeño descenso del precio. El elefante que se mueve lento, pero que sabe que un apunte de buenas noticias hará mantener el consumo y mientras, se podrán mantener los márgenes comerciales, tirando de las reservas. Pero el consumidor sigue viendo precios elevados en las estanterías, no compra.
El plano más interesante de elefante, la tercera mirada, es cuando lo metemos en una habitación y nadie parece verlo, nadie lo nombra. Eso ocurre con la terrible injusticia de marcar con el mismo precio a todo el aceite de oliva. Obviando que no se están siguiendo los criterios básicos de fijación de precios de producto a partir de una distribución de costes y beneficios a lo largo de toda la cadena de valor que garantice una adecuada renta al productor y un precio asequible y justo al consumidor. La realidad actual es que, con el precio del aceite que manejamos, los productores de intensivo están atesorando beneficios y los pequeños agricultores serranos están cambiando el dinero, o perdiéndolo.
Nadie parece querer reconocer que los costes de producción se cuadriplican en los olivares de montaña respecto a los olivares superintensivos mecanizados de regadío. Que los patrones ambientales son realmente diferentes y habría que contemplarlo en las ayudas públicas, autorizaciones y fiscalización. Que la del olivo es una cultura indisolublemente asociada al devenir de comarcas enteras, al tejido cooperativo y la estructura social.
El precio del aceite de oliva es un elefante que está aplastando a un tejido productivo y social cuya única salida es caer en manos de la agricultura industrial. Es un elefante que está asustando a quien lo mantiene, que son los consumidores. Es un elefante al que se le están volviendo los pies de barro.
La medida anunciada por el gobierno de anular primero, y reducir el IVA del aceite de oliva después, es meramente cosmética, que viene a responder a la pregunta de qué exista la impresión de que se está haciendo algo, pero sin que se asuste el elefante. Dejar que pase el tiempo y se vayan ajustando los resortes del mercado en una suerte de liberalismo muy mal entendido, en la medida en que no estamos hablando solo, ni mucho menos del PVP de otro producto más, sino de un cultivo que, según datos del ministerio de agricultura, cuenta con 2,75 millones de hectáreas en España, que produce el 70% de la UE y el 45% de la producción mundial. Más de 350.000 agricultores se dedican al olivar, genera 32 millones de jornales y 15.000 empleos en la industria.
El reto de la próxima década es lograr una cadena de valor alimentaria justa, sostenible, saludable. Para ello hay que reconocer, que, como aquel gran mito y Jonás, sólo cuando asumamos que vivimos dentro de la ballena, o del elefante, pondremos en marcha las medidas necesarias para romper el sinsentido que hemos creado nosotros mismos.
La fijación del precio del aceite atendiendo a unos mecanismos ajenos a su propia cadena de generación de valor está abocando a la desaparición de un modo de cultivo y de manejo del territorio milenario que ha permitido la vida en media España y hoy no ofrece rentas dignas a los pequeños agricultores de sierra y de secano, justo los que necesitamos todos para el mantenimiento de la dinámica natural del territorio. Una cadena de valor que está expulsando del mercado a consumidores, que en 2023 han soportado un aumento de los precios del 24% a lo que hay que añadir un 6% de inflación en los alimentos. Unos consumidores a los que se les venía educando durante años en las propiedades saludables y culinarias del aceite de oliva virgen extra, que se están yendo a productos sustitutivos. Esta, es una cadena de valor, por definición económica, social y ambiental, injusta, insolidaria, insostenible, insana.
El caso del aceite es paradigmático y doloroso en Andalucía, en la Península Ibérica y en todo el arco mediterráneo. No es un caso aislado. En realidad, es un modelo que se replica en la mayor parte de los productos alimenticios: Escasas rentas a los productores, altos precios a los consumidores, acaparamiento de poder y beneficios en los eslabones intermedios, copados por distribuidores, grandes corporaciones cuyo negocio no es alimentar a la población de manera asequible y saludable sino vender productos.
El sistema alimentario, junto al energético son los pilares del funcionamiento del mundo. Cuando se pregunta a los científicos sobre qué es lo que más les preocupa del cambio climático, cuál creen que será el factor que haga colapsar el sistema, todos coinciden que es el acceso al agua potable y los alimentos. En los foros de alto nivel existe una sentencia en la que todos coinciden: Quien controla el hambre, controla los pueblos.
El elefante nos asusta, nos aplasta. Tenemos que hacer visible el elefante en la habitación del sistema actual de fijación de precios de los alimentos, porque es desequilibrado y artificial. No ofrece rentas dignas a los agricultores y precios justos a los consumidores como está dicho antes. Pero tampoco está contemplando los costes de contaminación y reposición que generan ciertos sistemas productivos industriales, no se están valorando los costes de oportunidad de utilización de recursos básicos, de bienes públicos que son de todos y están sirviendo para enriquecer a unos pocos. Un sistema que ya está generando alimentos para la población que habrá en 2060, pero que tratan de hacernos creer que hay que seguir aumentando producción mientras se tira más del 30% de lo producido. Un modelo al que le interesa que viajen los productos muchos miles de kilómetros, para alimentar al ogro del transporte mundial y el cambio climático. Un sistema que está acabando con el 85% de la biodiversidad domesticada porque el acceso a las semillas y fertilizantes está copado por un puñado de multinacionales que utilizan a los agricultores y ganaderos como maquila y a las personas como compradores sin rostro.
Mover al elefante no es fácil, pero es el único camino. Tenemos que revisar la estructura y los mecanismos de fijación de precio de los alimentos. Haciendo que afloren las trampas en las que estamos metidos. Poniendo freno a un desequilibrio de poder que sigue aumentando hoy y al que los gobiernos no están sabiendo poner freno. Las normas, las leyes deben ser las reglas de juego que permitan un progreso colectivo, justo, que minore desigualdades, y en estos tiempos, que ayuden al arraigo de las poblaciones a sus territorios, frene el cambio climático y alimente de forma saludable a una población cada vez más ajena a los procesos productivos. La tercera década del siglo XXI nos ofrece una realidad que evidencia la obsolescencia de las reglas del juego que nos pusimos décadas atrás. Que se mueva el elefante, por nuestro bien.
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