Las autoridades económicas anuncian que la inflación está controlada y dan por atajada una crisis que, en la práctica ha desembocado en un aumento terrible de la desigualdad, un estrangulamiento del sistema socioeconómico que aleja a unos pocos privilegiados de la inmensa mayoría, la perdedora de un incremento de precios que ha hecho a las familias más pobres y los beneficios de las multinacionales más grandes.
Si son las empresas que están en los mercados globales las que primero hacen público lo que tenemos encima, es necesario entonces prestar atención al descenso del 7% en las ventas de Starbucks, al descenso generalizado del mercado de bebidas, al descenso en ventas de Mc Donalds, o la caída del 30% en ventas del gigante de patatas fritas, Lamb Weston del 30%. Todas son empresas y sectores con una clientela muy extensa y sensible al precio. El mensaje es claro, el consumidor dice, no puedo soportar unos precios tan altos.
Porque recae en el consumidor, en las familias, el peso de tener un sistema económico anclado en el consumo. La inflación acumulada en España en los últimos cinco años es del 18,9%, y la subida del precio de los alimentos del 30,7%, con unos sueldos que apenas han subido un 3% anual, evidencia un desfase que, con el cierre en falso que quiere hacerse de la crisis económica, puede dejar una desigualdad en la que, la llamada clase media, va a encontrarse desamparada, situación acrecentada por el deterioro que están sufriendo servicios públicos esenciales.
El reto de los gobiernos estatal y autonómicos pasa por frenar la alarma social, y para eso están dispuestos a seguir inflando presupuestos en una clara huida hacia adelante. Pero el error sería inflar el sistema a base de medidas cosméticas y de auxilio temporal sin entrar en revisar el funcionamiento de un sistema cuyo poder económico sigue empeñado en mantener sus márgenes de beneficio a costa de los eslabones más débiles, sector primario y consumidores.
La cadena de valor alimentaria sigue siendo un desastre para muchos y una fuente de riqueza para un puñado. Es el ejemplo evidente diario de la necesidad de abordar con valentía con decisiones políticas la defensa de los débiles, del bien común, de que funcione un sistema tan básico y esencial como el alimentario que en la práctica se encuentra en unas pocas manos.
Las organizaciones agrarias no se cansan de denunciarlo y de reclamar rentas dignas para productores. UPA Andalucía denunciaba hace unas semanas unos incrementos de precios de más del 1.000% en algunos productos entre el campo y la mesa: el consumidor paga hasta el 2.400% más caro el precio del maíz dulce de lo que se le paga al productor, o la naranja y los limones, son diez veces más caros en el lineal de lo que recibe el agricultor. La sandía y el melón multiplican por cinco su precio.
COAG en su IPOD de septiembre señala que, por ejemplo, por la lechuga que el consumidor compra a 1,21 €, el productor recibe 0,22 €, el ajo que se paga a 6,91€, el agricultor cobra 1,15€, la uva de mesa que cuesta 4,24€ se paga al agricultor a 0,80€. De media en el último mes, el incremento de precio desde el origen al destino según COAG es de 4 veces en los productos agrícolas y 3 veces en los productos ganaderos.
En condiciones de economía abierta los precios son muy inelásticos a la bajada, es decir, es poco probable que, salvo situaciones puntuales, asistamos en los próximos meses a un descenso de los precios de los productos básicos de las familias. El análisis realizado con los alimentos bien podría valer para el de la energía, el combustible, el tejido,…., La capacidad de ahorro desciende, y ello traerá el descenso en la compra de bienes duraderos. De hecho, el sector automovilístico está anunciando la crisis, en 2024 en Europa se van a vender 4 millones de coches menos que en 2019.
Estado de tensión económica a lo que nada ayuda las incertidumbres políticas y los conflictos bélicos, genocidios a los que estamos asistiendo. Guerras que, como apuntan algunos analistas, se están produciendo porque los tiranos aprovechan la debilidad económica.
En los dos últimos siglos, el éxito del capitalismo democrático se ha basado en el equilibrio mantenido entre el poder económico que propicia el desarrollo y el poder político emanado de la sociedad que busca el progreso colectivo. Ambos deben estar adecuadamente balanceados y su desequilibrio es el que ha llevado a países al desastre, puede seguir haciéndolo en estados, economías que hoy son ejemplo.
Es hora de ejercer el poder político para frenar y revertir la creciente desigualdad, y no hay mejor manera que abordar la problemática de los sectores básicos, los domésticos, de los que depende la calidad de vida de la inmensa mayoría. Es hora de hacer una transición energética que logre la democratización de la energía, que no se convierta en otro sector extractivo. Conseguir viviendas dignas. Servicios públicos de calidad y amplia cobertura, servicios asistenciales, educación, sanidad. Dar la importancia que tiene, en definitiva, a mantener la solvencia de un estado de bienestar que hay servido de integrador, porque la calidad de los estados y la sociedad se mide por la atención que se presta a los más vulnerables.
La verdad, en el capitalismo, se hace visible en la dinámica del mercado, su funcionamiento y el poder de los agentes económicos y sociales.
Atendiendo a esta sencilla regla, resulta obvio concluir, que en la actualidad, en la cadena de valor alimentaria, un sector que en su conjunto es casi un tercio de la economía mundial, la inmensa mayoría, productores y consumidores, están en manos de los intermediarios. Actividades de intermediación, distribución, comercialización que son necesarias, lícitas, pero que no aportan el valor añadido proporcional a los beneficios que obtienen.
Recordando que el éxito del modelo de las democracias en el sistema capitalista consiste en mantener el equilibrio del poder económico y político, solo queda una salida para evitar un mayor deterioro: controlar y minorar el excesivo poder de la gran distribución que haga que productores obtengan rentas dignas y los consumidores precios accesibles.
En los últimos años en España se ha evidenciado la debilidad del poder político respecto a las grandes corporaciones y alianzas alimentarias internacionales. Las negociaciones ministeriales se han traducido en leyes blandas que, además, cuesta llevar a la práctica. El tiempo pasa, las empresas son conscientes de que eso juega a favor. El cierre en falso de la crisis inflacionista con precios de alimentos básicos disparados es la prueba.
Hay que llenar de valentía la mochila del poder político para que establezcan, como es su obligación, la fijación de mecanismos de mercado justos, que sean la defensa de los eslabones más débiles, esto es, los pequeños productores y las familias vulnerables. Lograr que las empresas del sector alimentario se dediquen a lo que las hizo nacer: alimentar a la población en lugar de lo que están haciendo ahora: Querer vendernos cosas.
Esa mochila de valentía sólo se llena con respaldo social, recordando que cada pequeña acción de compra es una acción política porque con ella premiamos un modelo y castigamos otro.
Preguntémonos a quien beneficia nuestro sistema de abastecimiento familiar. Recordemos cuando durante la pandemia aplaudíamos al tejido productivo cuando se visualizó la importancia de contar un sistema de producción de alimentos solvente. Tengámoslo presente en lugar de dejarnos deslumbrar por el neón de los black Friday y campañas de promoción del gasto.
La alimentación es uno de los sistemas sociales básicos que necesitamos que funcione de forma estable, duradera, garantista, conectando de la mejor manera posible la producción y el consumo de alimentos. Nos alimentamos todos los días, prestémosle la atención que merece.
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