Personas trabajando en la vendimia en una imagen de archivo.
Personas trabajando en la vendimia en una imagen de archivo. JUAN CARLOS TORO

En el trabajo del campo siempre tienes que mirar al cielo. Una y otra vez he escuchado esta reflexión que me hacía mi padre en todo momento de incertidumbre. Esta reflexión es la que más hace que tenga los pies en la tierra. Hubo varias razones por las que mi padre no quiso que yo me dedicase a esto de trabajar en el campo. Entiendo que quería que su hijo tuviese una vida más fácil o como poco más gratificante que la que tuvo él. Que tuviese un oficio donde poder evitar esa lotería que es esperar que el tiempo acompañe. Las incertidumbres de las heladas de primavera, las nubes de agosto y primeros de septiembre, las sequías repetitivas y las sequías pertinaces que hacen que la vida se dificulte tanto que las plantas están a punto de decir basta, aquí me quedo. Pero el ciclo empieza otra vez y la vida ya te empuja / como un aullido interminable, como dice en su poema Palabras Para Julia, Jose Agustín Goytisolo.

El trabajo del agricultor ha cambiado mucho. Si vinieran las generaciones anteriores y me vieran en mi tractor de nueva generación, con mi ordenador portátil de parcela en parcela, apuntando las lecturas de los caudalímetros de los pozos de riego, para el control anual, no se lo creerían. Igualmente, se echarían las manos a la cabeza viendo como somos capaces de vendimiar o coger aceituna en un día, lo que ellos hacían en semanas interminables de trabajo. Se quedarían boquiabiertos viendo que los trabajos se hacen con empresas de servicio, donde ellos formaban sus cuadrillas de antaño, normalmente familiares, donde todos echaban una mano.

Esas mismas generaciones debatirían de cuanto han cambiado las cosas. De los esfuerzos inhumanos que hicieron ellos y que ahora las nuevas generaciones nos ahorramos. Se sorprenderían de la cantidad de producción que sacamos al mercado para luego tirar una gran parte, esa gran ineficiencia que poco nos importa. De como hemos avanzado culturalmente y, sin embargo, no llegamos a comprender que nos estamos hipotecando y que la factura es inasumible. Allí donde las conversaciones duraban horas en los puntos de reunión: la plaza del pueblo, en la sociedad, en la plazoleta “La amistad”... donde la gente para hablar se miraba a los ojos y el límite era que empezaba a oscurecer y había que ir a cenar, llegarían a la conclusión principal: sin agua no hay vida. Que el hombre de campo siempre está mirando hacia arriba, aunque en estos días miremos hacia abajo, hacia la pantalla del teléfono móvil donde están las aplicaciones que predicen el tiempo.

La agricultura ha tenido muchos cambios, hemos avanzado mucho técnicamente y tecnológicamente, pero en estos días donde la sequía pertinaz que seguimos padeciendo, o las zonas donde las tormentas extraordinarias de agosto y septiembre están dejando desolados cultivos, me doy cuenta de que en realidad, en la esencia, ha variado poco.

Las generaciones anteriores tuvieron una vida más dura y nos dejaron un clima más estable. En cambio, nosotros tenemos una vida mucho más tecnificada y más cómoda, pero el precio ha sido abrir la caja de Pandora, donde como dice el mito griego, a los humanos solo nos queda la esperanza de superar con esfuerzo los males y meterlos en la caja y cerrarla con siete llaves. Solo que estos males los hemos creado los hombres, poco espacio dejamos ya a los dioses.

Esa es la labor consciente que como sociedad nos toca y la responsabilidad nos apremia. Una de cada tres especies desaparecerá o estará en peligro de extinción para 2100, según algunos estudios. Otros estudios dicen que el planeta alberga más construcciones que vida. Por poner solo algún ejemplo, según sus estimaciones, solo el peso acumulado de plástico es mayor que el de todos los animales terrestres y marinos combinados. La tasa de extinción ha aumentado 40 veces más rápido que en la revolución industrial.
Nuestra generación está en deuda con las generaciones futuras y lejos de echarnos las manos a la cabeza y reflexionar, seguimos esta vía que el ciclo económico imperante nos señala como bueno. Nunca hemos tenido tanto conocimiento y lo hemos utilizado para destruir la casa donde vivimos. Y lo peor es que es por algo tan terrenal y banal como la codicia.

Es desde la agricultura y la ganadería donde se deben poner los cimientos para esta regeneración de nuestro planeta. Una agricultura y ganadería, consciente, con respeto... favoreciendo el medio ambiente y el aumento de biodiversidad como pago de nuestra actividad. La actividad económica debe dejar paso del “compre y tire” por un consumo responsable y consciente. Cambiar el modelo productivo de producción de escala por un modelo real, no especulativo, que integre nuestra actividad económica y social, respetando y adaptándonos a los procesos naturales. Donde producir esté integrado en convivencia con el resto de seres que nos acompañan en este viaje terrenal, superando y encerrando los males creados por la sociedad contemporánea en la caja de Pandora y cerrarla con siete llaves.

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