Ahora lo pienso, no sin cierta vergüenza retrospectiva después de años trabajando (por lo menos a ratos) en la defensa y la promoción de la agricultura ecológica, y me parece curioso. La primera vez que entré en contacto con la llamada entonces agricultura biológica, en un incipiente grupo ecologista madrileño, compartía con sus componentes, alguno un tanto radical (un auténtico ayatolá del tema; nada que ver con las encantadoras personas que formaban la asociación andaluza Umbela a las que tuve la suerte de encontrar unos cuantos años después y a las que tanto tengo que agradecer) la necesidad de suprimir el uso de los biocidas de síntesis por su incidencia negativa en la fauna auxiliar, por la contaminación por deriva del agua, el aire y el suelo, y por la inevitable presencia de residuos en los productos finales, los alimentos y sustituirlos por la "lucha biológica".
No entendía y, por lo tanto, no compartía, la exigencia de prescindir, también, de los fertilizantes de síntesis, pues estaba firmemente convencido de la necesidad inexcusable de devolver al suelo los nutrientes extraídos con la cosecha y no encontraba que el empleo de esos productos tuviese una incidencia similar a la de los fitosanitarios. Buenas discusiones tuve con el tema (bueno, en realidad no dieron para mucho, si algo caracteriza al ayatolá es que no discute, no necesita argumentar, le basta con proclamar la verdad y, de paso, declarar antema cualquier desviación o duda). No creo que sea necesario añadir que duré poco en aquel grupo.
Estaba terminando la carrera de agrónomos y tenía en la cabeza el modelo de agricultura que desde ese centro de formación del mayor nivel, la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos de la Universidad Politécnica de Madrid (que no es moco de pavo), se quería establecer y difundir. Si me interesaba por una versión menos agresiva con la "naturaleza" de la práctica agrícola era porque durante los tres últimos cursos había tenido la suerte de participar (como actividad extracurricular) en un grupo de estudio y formación en ecología, auspiciado por un catedrático adelantado a su tiempo, César Gómez Campo, y un alumno aventajado, Esteban Hernández Bermejo. Además de leer y debatir sobre las pocas publicaciones que sobre esta novedosa disciplina había, tuvimos la ocasión de escuchar y dialogar con grandes figuras de la misma como Ramón Margalef o Fernando González Bernáldez, entre otros.
Me pregunto ahora ¿por qué tenía esa peculiar idea en la cabeza? ¿Por qué esa discriminación: fitosanitarios no, fertilizantes sintéticos sí?
Intento rebuscar en mi memoria el proceso mental que me llevaba a esa particular conclusión de dar por inocuos e imprescindibles a los fertilizantes de síntesis química. Es muy posible que tuviese que ver con las enseñanzas recibidas y asimiladas (sin mucha digestión crítica, debo admitir), en las que a los productos fitosanitarios, aunque necesarios y convenientes, se les reconocían efectos secundarios indeseables y se buscaba la manera de reducir, tanto como fuera posible, su aplicación (la lucha integrada daba sus primeros pasos) e incluso se presumía de haber conseguido prescindir de ellos en algunos casos concretos mediante la lucha biológica, que ya tenía una larga, aunque estrecha, historia.
Mientras, frente a la fertilización no había tales prevenciones. El señor Liebig hacía ya tiempo, a mediados del siglo XIX, había dejado bien claro que lo que las plantas necesitaban era nitrógeno, fósforo, potasio y otros cuantos elementos químicos más en pequeñas cantidades, sin importar en qué formato se les proporcionara. Como alumnos lo habíamos podido comprobar en el laboratorio mediante sencillos experimentos. El papel del humus y la materia orgánica en general habían perdido totalmente el protagonismo, eran útiles como fuentes de estos elementos, pero poco más, lo de mejorar la estructura del suelo y la capacidad de retención de agua eran cosas que se estudiaban en la asignatura de edafología en tercer curso y de las que no se volvía a hablar.
Problemas con el ecosistema no se mencionaban. Para ser preciso, lo que no se mencionaba para nada era el ecosistema. Y ahí, exactamente ahí, radicaba el problema.
Si hoy tuviera que explicarle a alguien, con mayor o menor formación agraria, por qué para hacer agricultura ecológica es necesario prescindir también de los abonos de síntesis química, no lo dudaría, lo tengo claro. Pero para poder darle argumentos consistentes le tendría que decir: siéntate, que vamos a hablar de la vida en el suelo. Y echar un rato largo, sin prisa, seguramente tendríamos que quedar para otro día. Y eso es lo que vamos a tener que hacer aquí, si es que les interesa.
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