De la vida en el suelo (II)

El suelo, perdón, la tierra, ese material más o menos desmenuzable, opaco, tan variado, que cubre nuestros campos, de apariencia mineral a primera vista está lleno de vida.

Manolo Pajarón

Ingeniero agrónomo

De la vida en el suelo, por Manuel Pajarón.
De la vida en el suelo, por Manuel Pajarón.

Un pionero, clave en el desarrollo de la agricultura ecológica en nuestro país, Álvaro Altés, decía que en lugar de hablar del “suelo” se debía hablar de la “tierra”; seguramente tenía razón, suena más cercano y más completo, el suelo es lo que pisamos, la tierra lo que nos sustenta. Una amiga, fotógrafa rural y veterinaria, y con una sensibilidad fuera de lo común, le llama “la piel de la Tierra”, además del valor poético, esta definición tiene una importante carga de realidad: Los suelos constituyen una finísima capa que cubre gran parte de la superficie terrestre emergida, en la que se entrecruzan la biosfera, la atmósfera, la hidrosfera y la litosfera (de “conjunto intersección” se hablaría en álgebra) y es indispensable para la vida.

El suelo, perdón, la tierra, ese material más o menos desmenuzable, opaco, tan variado, que cubre nuestros campos, de apariencia mineral a primera vista (arena, limo, arcilla, son sus componentes principales), está lleno de vida. Esa fina “piel de la Tierra”, aunque parezca inerte, sustenta la vida, es su soporte (físico y biológico), pieza esencial en el funcionamiento de los sistemas vivos, componente básico de la estructura de los ecosistemas terrestres, contiene del eslabón de los “descomponedores” en términos de la ecología clásica, base de la pirámide trófica, responsable del cierre del ciclo de los nutrientes minerales.

Esto ya lo he contado en estas mismas páginas, pero lo vuelvo a repetir sin regomello alguno: en la naturaleza, en los ecosistemas no muy alterados, los nutrientes minerales (nitrógeno, fósforo, potasio y demás elementos menores) se usan indefinidamente, una y otra vez, en ciclo cerrado o casi, con distintas velocidades y ritmos.

Extraídos del suelo por las plantas e incorporados a su organismo, pasan al herbívoro que las consume y de este al carnívoro, si antes no ha vuelto al suelo con las hojas o frutos caídos o en los excrementos, para finalmente, en cualquier caso, terminar sobre el suelo con el cadáver del último consumidor o con la madera muerta del tronco caído.

Ahí no termina el proceso, pues en el suelo varias legiones de seres aprovecha para vivir la energía ligada a los enlaces químicos de esa materia orgánica muerta, descomponiéndola y liberando de nuevo los minerales, que vuelven a estar a disposición de las raíces de las plantas, y vuelta a empezar.

Dicho así, puede parecer sencillo (deshacer lo que hizo la fotosíntesis), pero no lo es, se trata, probablemente del proceso ecológico más complejo de la biosfera, con multitud de actores que trabajan en red, para ser más precisos, en una “red de redes tróficas”; como explica Juana Labrador (nuestra primera y más prestigiosa agroecóloga), es “un enorme sistema digestivo con numerosas especializaciones, semejando miles de pequeños sistemas digestivos”. Se trata de un proceso múltiple e interactivo.

Son muchos y variados los seres que componen estas “legiones” y con muy distintas funciones, desde la fragmentación mecánica de los restos y su predigestión, que corresponde a los organismos “macroscópicos” (los grandes, visibles a simple vista), hasta su digestión bioquímica y la transformación de la biomasa en energía y nutrientes minerales propia de los “microorganismos”.

El listado es muy amplio, suele presentarse organizado según su tamaño, agrupando por una parte los seres microscópicos (bacterias, arqueas, cianobacterias, hongos, actinomicetos, mixomicetos y levaduras, virus, protozoos, nemátodos, tubelarios y rotíferos); por otra a los muy pequeños, pero visibles, como los microartrópodos (insectos y ácaros) y algunos nemátodos; y por fin los “macroorganismos” entre los que se encuentran muchos invertebrados, como las conocidas lombrices; crustáceos como las cochinillas de la humedad; insectos: termitas, hormigas, larvas principalmente de coleópteros; arácnidos: ácaros, arañas, escorpiones; miriápodos: ciempiés y milpiés. Y unos pocos vertebrados: topos, topillos y alguno más ocasionalmente.

Y me he dejado un elemento fundamental, muy importante, el que une el sustrato edáfico con la parte aérea: las plantas. Todas las plantas (hay alguna que no, pero son la excepción que confirma la regla) tiene una parte de su organismo dentro de la tierra, las raíces. El sistema radicular de los vegetales, en la mayoría de los casos, es subterráneo y ocupa un volumen similar a la parte aérea, desde las raíces gruesas a los pelos radicales, casi imperceptibles, pero muy activos.

Todos sabemos que las plantas absorben los nutrientes del suelo -liberados por los descomponedores- por sus raíces, lo que ya no es tan conocido son las interacciones positivas de muchos de esos organismos edáficos que se producen en un área cercana a la raíz, llamada rizosfera, como la que realizan las bacterias promotoras del crecimiento vegetal, o las fijadoras de nitrógeno atmosférico, o los generadas por la asociación con las hifas de algunos hongos, que multiplican la capacidad de captación de agua y nutrientes por la planta.

La tierra nos ofrece un servicio gratuito indispensable, lo que se llama en el argot técnico un “servicio ecosistémico”, lo lógico sería favorecerlo y dejar hacer, con respeto y un poco de cariño. Y de paso, ya que se trata de un caso de auténtica “economía circular”, tomarlo como modelo y aprovecharlo para aprender.

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