Cuando saco al perro por las noches apuro hasta que el callejón se queda vacío. Pasadas las doce, con el frío que hace no pasa ni dios. Le quito la correa para que corra como un descosido. El tipo, con los años, se sienta porque sabe que han llegado sus escasos minutos de gloria. Al Pepe, el nombre con el que bautizamos al mastuerzo, lo que más le gusta es eso, correr. Salir por pata.
También el calor de la estufa y comerse, cuando no le miro, mi comida. Pero sobre todo hacer uso de esas cuatro patas que le dio su madre. Tan largas, amorfamente largas respecto a su cabeza, pero que en el momento en que siente la libertad del arnés suelto, le sirven para funcionar como las de una gacela recién capturada. Vuelve cuando le llamo, de normal. Y saca la lengua, cual atleta en la línea de meta intentando sacar la cabeza en el flash, en la totalidad de su recreo nocturno. Me ladra. Los días más juguetones, me pide que corra también con él, le niego con la cabeza y luego se busca la vida para seguir con el ocio.
Me siento orgulloso de que, a su manera, sea también independiente en sus quehaceres y sus goces. En ese rato, mientras le echo un ojo como una madre a su hijo en la playa, pienso yo igual en mis cosas. Le envidio su libertad engañosa, pactada, pero suya al fin y al cabo, que no siempre está al alcance. Existe siempre este pensamiento naif, tú sabes, el de haber perdido la animalidad y demás. Pero también hay algo de cierto. Le han atado a uno a ciertas cosas con una facilidad pasmosa. A sus rutinas más sedantes. Con los grilletes de la precariedad económica, del desánimo, de la asunción de una vida quieta, que no cambia.
Algunos dicen que es la edad, que le cambia a uno. Pero Pepe tiene tres años, en años perrunos 21 y, sinceramente, dudo mucho que esas piernas olímpicas cejen en el empeño de moverse como pelota de pinball hasta por lo menos el doble de edad, ponte los seis años. 61. Un perro senil. Y ahí lo tendrás, dando por saco, como siempre. Ya te lo digo yo. No, el impulso animal de rebelarse no entiende de edad. Ese querer irse, enfocarse, aunque sea unos segundos, en una sensación que libertina, estúpida, pero trascendente. Uno se seda muy fácil.
A veces cierro los ojos en el callejón y el Pepe se ha metido entre los arbustos. Y me cago. Y le grito. Y a él le da igual, porque al menos se metió entre los arbustos. Y le valió la pena ¿Cuántas cosas no hace uno por miedo a la consecuencia, al miedo previo, a la censura de un deseo, de una idea, de un impulso? Yo en el callejón pienso en varias. Algunas importantísimas que me nublan la cabeza. Otras circunstanciales, donde habría hecho esto o lo otro. Que no te enfadan. Pero que te dan coraje. Una frase dicha a tiempo, un mensaje enviado a tiempo, una maleta hecha a tiempo. Son las más comunes. Y lo fácil es lamentarse.
Uno debería poder cambiar de vida como de zapatos, me lo repito a mí mismo como papagayo en la sien desde hace años. Quizás el problema entre Pepe y yo es que yo me imagino un mundo que no existe y Pepe solo vive en el que existe. También hay que aprender del mastuerzo. De idilio con sus arbustos. De su fidelidad a su esquina favorita donde mea, a su amigo perro con el que se huele el culo y se exalta al verlo, siempre con la misma cara de sorpresa. Uno no debería tener que cargar con todos esos lamentos, por mucho que no tenga patas pepescas.
No te digo que le huelas el culo por defecto y te embales a ello a cada cosa que te inquieta, pero por ahí va la cosa. Cuando le llamo y me atiende y nos vamos a casa, subimos las escaleras y bebe agua de su cuenco jadeante, le tengo metafórica envidia. Siempre tiene sed. No hay mayor virtud, y eso se lo debería guardar uno a fuego, que estar siempre sediento mientras pasa la vida.