En otros tiempos, la mayoría de la gente pensaba en los demonios como seres maléficos que no eran una simple alegoría del mal. Se creía que existían en un sentido literal y que se dedicaban a sabotear los planes de Dios. Podían poseer a personas o provocar toda clase de fenómenos dañinos.
Para combatirlos a las fuerzas de la oscuridad existían los exorcistas, especialistas a los que se recurría en circunstancias difíciles. ¿Qué es lo que sabemos de ellos? Ahora conocemos detalles de uno de los más famosos del imperio bizantino gracias la publicación de Vida de Teodoro de Sykeon (Trotta, 2004), obra de Jorge Eleusios, uno de sus discípulos, traducida aquí del griego al castellano por primera vez. Se trata, obviamente, de una hagiografía, por lo que no debemos tomar al pie de la letra todas sus afirmaciones. No obstante, eso no resta valor a un documento esencial para entender la cultura y las mentalidades del siglo VI.
Teodoro fue un monje que nació en 530, es decir, durante el reinado de Justiniano, el emperador célebre por su intento de reconstruir el imperio romano. Desde muy joven, el futuro exorcista demostró una profunda inclinación por la vida de abstinencia, por lo que se privó de alimentos de una manera extrema. Eleusios, en su libro, nos habla en términos elogiosos del radicalismo con el que, ya en su infancia, su maestro vivía la fe religiosa: “Ciertamente, este niño lleno de justicia, sacrificaba su cuerpo, lo mortificaba y lo despreciaba como si fuese un objeto extraño y como si estuviese luchando contra su propia vida”.
Su madre, según su biógrafo, se preocupaba tanto por él que le proporcionaba pan blanco y trozos de pollos. El niño fingía aceptar los alimentos, pero solo para que su la buena mujer se quedara tranquila. Después continuaba con su retiro y dejaba que fueran los pájaros y otros animales los que saciaran su apetito. Con esta anécdota, Eleusios quiere expresar como, ya desde el principio, su protagonista estaba destinado a llevar una vida entregada a la fe.
Más tarde, en la misma línea, Teodoro se marchó al desierto y permaneció dos años en una cueva. Durante este tiempo, su familia no supo nada de él. Su madre llegó a pensar que lo habían devorado las fieras. En otro momento, como le pareció que dormir sobre una cama suponía un lujo inadmisible, se hizo construir una estrecha jaula de hierro en la que permanecía de pie los días en los que practicaba el ayuno. Este tipo de penitencias se practicaba con asiduidad entre los monjes de Siria de la época. ¿Manifestación de piedad o exhibicionismo? El tema se presta a debate. Desde la óptica de Teodoro, esta era una forma de mantener a raya al Maligno.
Durante su carrera como exorcista, los prodigios que se le atribuyeron fueron muy variados. Elimina los espíritus malignos, por ejemplo, de un lugar cercano a la aldea de Ergobrotis, en la actual Turquía, donde resultaba peligroso permanecer precisamente por esa presencia de lo demoniaco. Tras su intervención, aquel espacio adquirió propiedades curativas. Si uno deseaba verse libre de una enfermedad, bastaba con recoger con fe un puñado de tierra y mezclara con la comida o la bebida.
Otro milagro habría servido para acabar con una tremenda sequía en Jerusalén, donde la falta de agua ponía en peligro a seres humanos y animales. Gracias a las plegarias de Teodoro, una violenta lluvia puso fin a las inquietudes de los habitantes de la Ciudad Santa. Eleusios, en su libro, cuenta también que, en otra ocasión, acabó con una nube peligrosa que destruía las cosechas.
Parte del trabajo de Teodoro consistía en la curación de enfermos. En aquellos momentos en los que la medicina permanecía subdesarrollada, se creía que la enfermedad tenía que ser un producto de espíritus malignos. Por tanto, la sanación solo podía venir de la expulsión del cuerpo de aquellos seres. ¿Quién podría lograr semejante proeza? Determinados hombres santos a los que Dios concedía esta facultad.
Curiosamente, pese a su vida ascética, Teodoro mantuvo una relación cercana con todos los soberanos de su tiempo. A uno de ellos, Mauricio, cuando era general, le habría profetizado su próximo acceso al trono. El sucesor de Mauricio, Focas, le mandó llamar por un dolor que tenía en las manos y los pies. Su intervención alivió la dolencia, pero el encuentro entre los dos hombres no acabó aquí. Como el soberano solicitó las oraciones del religioso, este le advirtió que, si deseaba que fueran eficaces, antes tenía que detener su política de represión. Focas, en efecto, era famoso por ordenar masacres de sus enemigos. Según el relato de Eleusios, no se tomó la petición del monje demasiado bien: “Al escuchar esto, se irritó contra él”.
Teodoro de Sykeon era representativo de un mundo en el que las fronteras entre la religión y la magia eran más permeables de lo que en la actualidad, a primera vista, podría parecernos. No obstante, dentro del cristianismo se distinguía entre el hombre santo que hacía milagros, representante de la auténtica doctrina, y el brujo vulgar, que venía a ser un estafador o un agente maligno. En el primer caso, la capacidad obrar prodigios constituye una manifestación de la gracia que Dios derrama sobre aquellos que eligen el camino de la santidad. Un camino que, para la mentalidad de la época, implica una renuncia radical al mundo.