Hay una dimensión en el hombre, más allá de la carne y el hueso, que lo conforma, que moldea su manera de estar en el mundo, su ser. Según en qué tiempo hemos nacido, nuestras primeras ideas, nuestras aspiraciones, intereses, actitudes, indumentaria, alimentación o pasatiempos pueden ser distintos; el tiempo juega un papel diferenciador, y no solo entre las diferentes generaciones, sino también en los múltiples yos en los que un solo hombre se desdobla, como si de una sucesión de figuras de origami se tratase. Somos quienes somos por nuestro tiempo, además, claro está de por el lugar en el que nuestro tiempo da sus irreversibles pasos - yo soy yo y mi circunstancia.
Sin embargo, en el hombre cabe un tiempo que es una ficción, también somos el tiempo que nos queda, pues en esa búsqueda del mañana, en esa semilla del hoy para la espiga del mañana, basa el hombre su ir viviendo, las horas con las que pavimenta el camino que quiere acabar pisando, poniendo en ello el sudor de su fatiga, los soplos de sus esperanzas, los ojalás de sus ensueños y las exhalaciones de lo que parece imposible.
Aunque, sin duda alguna, el tiempo que nos edifica es el tiempo que hemos sido, el tiempo raíz que ha nutrido los cantos del hoy: el que pasamos en las calles que vieron crecer nuestra sombra, el de los patios donde perdimos el juego, el de los bancos donde nos derramamos en besos, el de las velas en llamas frente a los ojos que hoy están cerrados para siempre. Somos el tiempo que hemos estado con quienes nos han dado sus genes, sus gestos, sus valores y su palabra; somos el tiempo en la templanza amiga y en la furia de la enemistad; somos el tiempo en soledad, su diálogo hacia dentro, su herida que nos sana, la luz oscura de sus horas.
Estamos hechos de tiempo y vemos tiempo, tocamos tiempo, saboreamos tiempo (como con un vino con solera o con un tubérculo crecido a golpes de sol y de agua), y, sin embargo, a veces, todo tiene un olor tan fugaz como un perfume, unas gotas que embriagan un instante, que puede volverse feliz y eterno o que puede acabar dando una resaca de nostalgia.
Somos así, somos el tiempo de casi una vida en un amigo, los ratos en el rellano con el vecino, los dos besos de un saludo, los cinco minutos de conversación al revolver la esquina, la cordialidad en la espera del autobús o las horas de pupitre soñando estar más cerca de los cabellos rubios del pupitre de delante, que parecían tan lejanos. Somos un tiempo distinto con cada ser distinto, un paseante frente a la piedra de una muralla, un ojo avizor en la torre del homenaje de un castillo, un hijo del Vesubio por unos días, un bañista que se baña en sus viejos veranos.
A veces, esa brevedad nos es suficiente. Otras, es la razón por la que el dolor se ancla, por una aspiración a que ese tiempo se elongue, que llegue hasta nosotros; o tal vez, quizás al revés, sentimos un anhelo de desvestirnos de tiempo y poner el pie en la plaza de las horas del mediodía, cuando todo tenía un brillo distinto. Pero el tictac avanza indetenible, no hay misericordia ni compasión para con las horas idas, solo nos queda la conciencia de tiempo, saber que todo tiene una voz trémula que nos susurra su dimensión de tiempo y que para esquivar las balas del reproche, lo mejor es destilar el ahora para apurar sus licores.
La manera más cercana al tiempo que no se lamenta ni exige mudanza es el tiempo en amor, el tiempo amando. Qué bendición la del tiempo que transcurre donde queremos estar, haciendo lo que queremos hacer y en compañía de con quien queremos estar, que, a veces, es solos. Qué luminoso y sempiterno el tiempo que nos aleja del peor de los pecados, que, como dijo Borges, es no haber sido feliz.
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