Como está ocurriendo ya en las grandes capitales españolas, y Sevilla es una de ellas, a nuestros hijos les va a ser imposible –lo es ya- no solo hacerse con una casita, un piso, un pisito, un apartamento en algún barrio del corazón de esta ciudad que lleva casi un siglo expulsando a su gente, desde los gitanos de Triana hasta los payos del centro, sino siquiera alquilar un cuchitril. Todo está por las nubes. Pregunten.
La Sevilla decadente que primero atisbó Romero Murube desde la atalaya de su alcázar y luego El Pali desde el remate doliente de sus lentas sevillanas era en realidad dos Sevillas, tal y como cantaron desde el dolor disimulado los de Pata Negra: dos y bien diferentes, "una la de los turistas y otra donde vive la gente", y añadían los Amador con toda su guasa a cuestas: "Y en la calle principal hay toda clase de ciegos / y unos que venden cupones y otros se rascan los huevos". Cuánta verdad, por Dios. Cuánta metáfora chusca para adelantar la crónica social que hoy no se escribe en los periódicos porque muchos de quienes debieran hacerla están cegados por quienes mandan de verdad en los sitios, que no se sientan en los salones de pleno, sino en otros consejos de administración que solo miran, evidentemente, por lo suyo y nada más.
El caso es que la Sevilla de los guiris le come terreno a la Sevilla de la gente a pasos agigantados. Ahora se quiere poner paños calientes con ese capote del Supremo diciendo que las comunidades de vecinos se pueden negar a los pisos turísticos con tres quintas partes de los votos. También dice la Constitución lo que dice del derecho a la vivienda y ya vemos. Que en mi hambre mando yo, dijo el torero, mucho antes de que la peste fuera irreversible. Ya es tarde, señora.
Igual que se habla de una España vacía hay ya una Sevilla vaciada. Vacía de gente de veras, corriente y moliente, gente que vive, que sale y que entra, que trabaja, que sueña, que duerme, que sufre, que canta, que bromea. Esa gente acude al centro –creciente, lo de centro es cada vez más un decir- exclusivamente a trabajar y luego se marcha, cada vez más lejos, que para eso está el Tussam, mientras la tarde relampaguea de turistas asombrados de que tengamos una ciudad tan hermosa, tan castiza, tan pura y al mismo tiempo tan universal, esa dualidad de Sevilla que en el fondo solo comprendemos quienes no podemos vivir en ella y hemos visto cómo sus gestores no han hecho nada para impedirlo ahora que es ya, como se soñó durante tanto tiempo, una deliciosa ciudad de cartón piedra para que se siga hablando de ella en términos de rentabilidad para los que ya tenían el taco y ahora lo tienen más gordo. Los Morancos han dejado de contar el chiste porque ya no tiene gracia.