Acaba de estrenarse en los cines la nueva versión de La Sirenita, producida otra vez por la factoría Disney, aunque ahora con la novedad de que Ariel, la protagonista, es negra. El estreno ha estado precedido de una fuerte y larga polémica originada por un sinfín de críticas ante el hecho de que el clásico cuento de Anderson sea protagonizado ahora por una actriz negra. ¡Una Sirenita negra, adónde vamos a parar! han exclamado muchos durante los casi dos años transcurridos desde que Disney hizo pública su decisión de que la actriz Halle Bailey encarnara a Ariel. En la anterior versión, de 1989 en dibujos animados, la protagonista era una muchacha blanca de abundante cabellera roja.
Dos años ha durado la polémica sobre el color de la nueva Sirenita. Que si Disney utiliza el color de la piel para generar polémica y con ella atraer al público, que si se ha pasado de rosca el "buenismo inclusivo", que si esta versión traiciona y desvirtúa al personaje, que si la izquierda se ha hecho con el control con los estudios cinematográfico. Las redes, cómo no, han echado humo durante los meses previos al estreno y algunos han adelantado que sus principios les impiden ver la nueva película.
Pues bien, llegado el momento de ver la nueva película, que contiene abundantes elementos creados por ordenador, lo más llamativo que resalta en la pantalla no es el color de la piel de Ariel-Halle Bailey, sino la capacidad de conmover que sigue teniendo este viejo cuento de hadas. De hecho, pasados los primeros instantes de la película, el espectador olvida por completo toda la polémica previa y deja de ser consciente del color de la protagonista. Como sucede siempre con las historias universales, la emoción del cuento, sus sentimientos, se imponen a cualquier otro elemento del andamiaje que le da forma. En esta Sirenita, como en la anterior, no hay más color que la imaginación del espectador y su capacidad de emocionarse. Adiós a toda la polémica.
No es extraño ese fenómeno porque en el cine ocurre lo mismo que en la vida real: los que estamos acostumbrados a tratar con personas de otras razas no vemos el color de su piel. Es algo que me hace pensar en alguna forma de daltonismo. Paso largas temporadas en el África negra y me cuesta trabajo distinguir los diferentes tonos de la piel de sus habitantes. Sé que allí hay diferentes tonos de piel negra, igual que aquí hay diferentes tonos de piel blanca. Unos son negros como el carbón y otros marrones, pero no sabría decir si mi amigo Egas es más o menos negro que mi amigo Cabá. Si mi amiga Astu es más o menos negra que mi amiga Fatumata. No soy daltónico, sino que cuando los miro veo a Egas, a Cabá, a Astu o a Fatumata. No veo su color, sino su persona.
Otros ven el color antes que a las personas y por eso rechazaban a La Sirenita negra desde mucho antes de que la película empezase a ser rodada. Les ocurre que tienen el color impreso en las retinas. El rechazo es anterior al hecho mismo. Quieren que Ariel, la Ariel de su infancia, siga siendo blanca, pelirroja y con los ojos azules. Les pasa que no aceptan que el mundo cambie, que ya no sea como era antes, todo de un único color. Su problema es que eso ya no es ni va a ser posible. El mundo cambia y el cine con él. Su tragedia es que tienen que no les queda más remedio que quitarse la venda oscura que les cubre los ojos.
En eso, como siempre, la principal esperanza son los niños y niñas. No hay más que ver cómo se relacionan con todos sin importarles el color o la nacionalidad de unos u otros. Les emociona La Sirenita por su fuerza y no ven en la pantalla otra cosa que unos personajes que les transmiten sentimientos y sueños. Cuando salen del cine no sabrán decir de qué color era la protagonista de la película que han visto. Pasan muchos días jugando en el recreo blancos con negros sin importarles lo más mínimo su piel. Les importa jugar. Esas cosas importan a los mayores. Especialmente a los mayores que llevan en las retinas impreso el color de sus preferencias.