En el derecho internacional de la protección del medio ambiente, en los últimos años, las grandes potencias, así como las principales potencias contaminantes (pues a veces no coinciden), tienden a alejar de sus fronteras los materiales desechables, aquellas sustancias altamente contaminantes y difíciles de eliminar. Estamos hablando de cuotas de emisiones de CO2, desechos nucleares, residuos altamente contaminantes, etc. Con este objetivo, estos países contaminantes suelen negociar con otros países con menos poder, más necesitados económicamente y que no tienen ningún reparo en asumir la gestión de todas estas sustancias. Los primeros no quieren en absoluto tenerlas cerca de su casa, no en mi patio trasero, o lo que es lo mismo “Not in my Backyard”. Los segundos, por un puñado de dólares o más bien Euros, reciclan y acogen todo este material en su territorio a costa de su propia población y su salud.
Esta práctica de ausencia de escrúpulos e incluso de falta de responsabilidad sostenible, tiene un reflejo, además, deshumanizado en la gestión de los flujos migratorios que por vía marítima están llegando incesantemente de forma irregular a las costas europeas, y por ende españolas, en los últimos tiempos. Así, el fin de semana pasado, alcanzaron las costas canarias más de 2.000 inmigrantes, marcando un nuevo hito y recordando las cifras del ya lejano verano de 2005, cuando en apenas unas semanas llegaron más de 20.000. Tanto antes como ahora, los servicios sociales y de atención primaria han quedado desbordados, además de las dificultades burocráticas de trasladar a una parte de estos inmigrantes a la península. Cuando más lejos, mejor, dirían algunos…
Esta reciente llegada de inmigrantes no tiene otra explicación que los efectos colaterales de la pandemia mundial del COVID-19. Nuestra mentalidad eurocentrista no nos permite ni siquiera vislumbrar que más allá de nuestras fronteras, seguras y bien parapetadas con vallas, muros y personal policial, existe otro mundo que igualmente está sufriendo esta terrible enfermedad. El COVID-19 está haciendo estragos en el continente africano, en los países del Magreb; quizás algo lejano para suecos, finlandeses o lituanos, pero muy cerca para andaluces, canarios, ceutíes o melillenses. Lamentablemente los regímenes gobernantes acuden a la desinformación e incluso - autocrítica - al escaso interés que posee esta realidad en nuestro entorno.
En el caso canario, quizás no sorprenda que el perfil del inmigrante llegado a sus costas es el profesional marroquí o senegalés del sector turístico que, devastado por la pandemia y sin recursos, se lanzan a una de las rutas más peligrosas del mundo. De hecho, la Organización Mundial de las Migraciones (OIM) organismo especializado de Naciones Unidas, ha cuantificado en 414 las muertes certificadas en el mar durante el presente año. Es indudable que deben ser muchas más…
Por su parte, el caso de Ceuta y Melilla, auténtico escenario de las mal denominadas “devoluciones en caliente”, pone sobre la mesa la complejidad de las relaciones de España con Marruecos, especialmente en el ámbito del control de la inmigración. Es aquí donde se observa con mayor fuerza el papel actual de la Unión Europea, y por ende de España, a través de lo que se denomina “externalización” del control de fronteras o más correctamente “desterritorialización” de dicho control. De este modo, marcándose como objetivo crear una “Europa Fortaleza”, la UE está buscando acuerdos, compromisos y cesiones millonarias a los países generalmente de tránsito de la inmigración irregular, a fin de que sean ellos, y no nosotros, quienes hagan el trabajo sucio. Como si los inmigrantes fueran productos contaminantes que debieran estar lo más alejado posible de la casa europea. De nuevo “Not in my Backyard”, una auténtica deshumanización de la conciencia europea.
Esto último entra además en conexión con la noticia aparecida recientemente de una licitación por parte de España, de la adquisición de 130 coches patrullas, así como la formación y mejora de los vehículos para la policía de control fronterizo marroquí, y por valor de más de 8 millones de euros. Pese a las críticas, debemos aclarar que en este caso, España es mera ejecutora, puesto que este dinero procede del Fondo Fiduciario de la UE para África, y en el contexto de la gestión integrada de fronteras exteriores, política compartida entre la UE y sus Estados miembros. En cualquier caso, un claro ejemplo de externalización fronteriza, de que sean los otros quienes solucionen nuestros problemas, de alejar la amenaza de nuestras fronteras.
En marzo de 2019, nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, UE y Cooperación ha aprobado el III Plan África. Su objetivo es impulsar el acercamiento entre España y África hacia cuatro objetivos estratégicos, entre los que se encuentra la movilidad ordenada y a través de un enfoque global que debiera integrar la migración, el desarrollo y la protección de los derechos humanos, en consonancia con el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular de 2018. Ya han surgido las primeras críticas por la falta de miras largoplacistas, además del impacto del COVID-19 que ha trastocado todos los proyectos.
Es indudable que se requieren políticas efectivas, inmediatas y complejas hacia los países de procedencia de la inmigración, pero incluso, vislumbrar la opciones de procesos regulatorios de inmigrantes como han hecho ya en otros países de nuestro entorno. Y es que, no olvidemos, que el actual envejecimiento poblacional conllevará, irremediablemente, la necesidad de incorporar población activa al mundo laboral si queremos mantener en pie nuestro sistema económico y social. Parafraseando al poeta, de diez cabezas, nueve embisten y una piensa….no dejemos al sabio morir en la marginación.
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