Si mi sueldo fuera suficiente —y fuera un ser humano capaz de ahorrar—, me tocara la lotería o heredara una fortuna de algún familiar lejano desconocido y residente en Beverly Hills, yo tendría una casa increíble. Enorme y preciosa. Con todos los lujos y las chuminadas que os podáis imaginar. Desde una piscina con olas hasta una granja de alpacas, pasando por setos recortados con siluetas icónicas —un Woody Allen por aquí, un Freddie Mercury por allá— y hasta un salón de baile con un increíble suelo de ajedrez para organizar fiestas de disfraces por todo lo alto. Cada uno tiene sus idioteces, ¿no?
Creo que cada persona tiene un ideal de dónde y cómo querría vivir. Y yo puedo juzgar si los anhelos de los demás conectan con los míos o me parecen un horror, porque todos tenemos un punto cotilla y criticón. Pero poco más. Cualquier ciudadano tiene su sueldo, y lo invierte cómo quiere. La noticia sobre si un político vive aquí o allá y si su casa es así o asá debería ser carne de prensa del corazón, no de medios informativos supuestamente serios.
La atención a dónde vive un político no es algo nuevo en España. Allá por los 90, se habló mucho de la casa de Miguel Boyer —ya fuera de la política— e Isabel Preysler, con sus 1.370 m2 y sus 13 cuartos de baño. Pero era esencialmente cachondeo y carne de prensa rosa. Sin embargo, en los últimos años nos hemos acostumbrado a que, en un debate político pretendidamente serio, se espete a las primeras de cambio una referencia a dónde vive tal o cual político.
La mención estelar es Galapagar. Se puede estar debatiendo sobre la gestión política del covid-19 y, de pronto, mencionarse el mantra de Galapagar, como el zasca definitivo que anula cualquier argumento. Honestamente, no sabía de la existencia de Galapagar hasta el chalet de Pablo Iglesias e Irene Montero. Al parecer, se trata de un pueblo a 33 kilómetros de la capital de España —lejillos, vamos— que debe su nombre a que hace siglos había galápagos. Su escudo tiene tortuguitas y todo. El caso es que una parte de la población parece haberse convencido de que adquirir un chalet en este pueblo random es algo ilegítimo, y que, por tanto, ante cualquier desacuerdo ideológico o político, uno puede aducir que Iglesias y Montero son los marqueses de Galapagar y la disputa acaba en victoria instantáneamente.
Para empezar, un marqués de los que ustedes tienen en su cabeza cuenta su fortuna en cientos de miles o directamente millones de euros, sin entrar en el patrimonio inmobiliario. Esos marqueses no necesitan pedir una hipoteca para comprarse un chalet en un pueblo en la sierra de Madrid. Pero, más allá de esta cuestión, ¿a mí que me importa dónde vivan Iglesias y Montero? Mientras se lo hayan pagado ellos, a mí qué me cuentas. Podemos coincidir en que no son coherentes con esa política de la apariencia —el piso humilde, la mochila, etc.— que sostenían en sus comienzos al abrigo del 15-M, pero ¿a qué viene la referencia a Galapagar en un debate sobre una medida política en materia de sanidad o empleo?
Pero el objetivo de este artículo no es hacer de abogado defensor de nadie, así que vayámonos al lado opuesto del espectro político. Hace unos días, el nuevo diario digital La Última Hora, que podríamos calificar como algo más que afín a Podemos (ejem), publicaba una noticia sobre el chalet, la moto y el todoterreno de Santiago Abascal, incluyendo la dirección de su vivienda. Quienes me conocen saben de la nula simpatía que tengo hacia este individuo, su partido y sus ideas. Pero así no. Aparte de que se trata, como he intentado argumentar, de una información puramente rosa —o amarilla— y no política, hay cosas con las que no se puede jugar. El aparente objetivo de que los seguidores de Podemos acosen a Abascal en su casa es repugnante, además de irresponsable. Y, por supuesto, habrá quien aduzca que ellos, los de Vox, también lo hacen. Y es verdad que lo hacen. Y cosas peores. Pero yo podré aducir, a su vez, que ese argumento deja de ser válido cuando tienes más de tres años de edad. Si está mal cuando lo hacen los múltiples panfletos de Vox, está igual de mal cuando lo hace el panfleto de Podemos. Sin matices. Y esto no es ser equidistante, ojo. Porque tengo mis ideas políticas muy claras, pero igual de claros mis valores morales. Y se nos está quedando un país muy feo.
En fin. Me importa muy poco dónde vive cada político, sea del signo que sea. Si usa bicicleta o tiene un Audi. Si compra su ropa en Armani, H&M o Alcampo. Si viaja en primera clase de avión o en Socibus. Si lleva maletín o mochila. Si usa corbata o guayabera. Mientras se lo pague él, que administre sus recursos como quiera. Centrémonos en su gestión política, en sus ideas, sus propuestas o sus medidas, en cómo vamos a vivir los ciudadanos con su gestión, y en cómo administran o administrarían nuestros recursos, los de todos. Centrémonos en lo importante. La política es algo demasiado serio, y más en tiempos convulsos, como para analizarla a través de estas idioteces. Y sé que estas banalidades son también parte del marketing político, pero, al menos, seamos conscientes de que lo importante no se halla precisamente ahí.
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