Muchos discursos tienen un trasfondo positivo en su base, pero, llevados al extremo, acaban siendo tremendamente perjudiciales. Uno de estos discursos que detecto es aquel que afirma que no debemos necesitar a nadie para ser felices. Con infinitud de plasmaciones diferentes, es algo que prácticamente cada día encuentro entre las publicaciones en redes sociales de alguna persona. Se trata de un discurso que enarbola orgulloso que nos bastamos, que somos lo único que necesitamos para ser felices, y que, en definitiva, nadie nos hace falta. Y, claro, es una afirmación que parte de un enfoque de emancipación personal que puede constituir algo positivo, sobre todo cuando enfrentamos este discurso a otros de dependencia extrema que, sobre todo en otras épocas pero también en la actualidad, constituían un enfoque poco saludable de las relaciones personales y anulaban la propia identidad del individuo. El problema es que todos somos dependientes de otras personas en mayor o menor medida, y saberlo, afirmarlo y actuar en consecuencia no debería tener connotación negativa alguna. Y, de hecho, negarlo es también anular nuestra humanidad, ya que, al fin y al cabo, el ser humano es una variedad de animal social.
Somos seres humanos y tenemos sentimientos; pero, sobre todo, como diría Mariano Rajoy en una de sus perlas, somos sentimientos y tenemos seres humanos. En esta “marianada” hay más filosofía —involuntaria— que en muchos libros de honda intelectualidad. Efectivamente, somos un manojo de emociones en efervescencia y contraposición frecuente, como nos contaban en la película de Pixar Del revés. Y tenemos seres humanos, personas que hacen que esto de la vida merezca la pena. O, como diría Joaquín Sabina, más de cien pupilas donde vernos vivos.
No sé ustedes, pero yo puedo confesar sin atisbo de vergüenza que los mejores momentos de mi vida han sido siempre compartidos con otras personas. Y se lo dice alguien que también disfruta de sus momentos de soledad y que tiene tantos hobbies que no conoce la conjugación del verbo aburrirse. Y he salido de los peores momentos también gracias a otras personas. De hecho, no sé qué sería de mí sin la ayuda de las personas por las cuales he llegado a ser lo que sea que soy y que continúan ayudándome y apoyándome cuando lo necesito.
El problema, como siempre, es el individualismo extremo que parece rodearnos. Todo lo que se consigue depende de uno mismo, todo lo malo que nos sucede es culpa de uno mismo, la felicidad está en uno mismo, todo debe resolverse por uno mismo, y así sucesivamente. Pero lo cierto es que la familia en la que nacemos condiciona lo que llegamos a conseguir —hasta las narices estoy de los triunfadores hechos a sí mismos que casualmente tenían padres millonarios—, los problemas que tenemos responden habitualmente a causas estructurales de este mundo nuestro que escapan a nuestro control —y si queremos cambiarlas, necesitaremos de acción colectiva—, las personas que nos rodean inciden directamente sobre nuestra felicidad, y todo es más fácil con una pequeña ayuda de nuestros amigos, como cantaban los Beatles.
Así que, frente a todo tipo de discursos individualistas sobre cómo uno mismo se basta y se sobra, e incluso frente a todo tipo de filosofías aparentemente cool que al fin y al cabo lo propugnan, quede aquí esta modesta reivindicación de nuestra dimensión social y esta afirmación de mi propia dependencia emocional respecto a otras personas. Es algo de lo que, gestionado de forma sana, no tenemos por qué avergonzarnos. Al contrario, pues eso es precisamente lo que nos hace personas. Porque, como decía Rajoy, ese poeta, somos sentimientos y tenemos seres humanos.
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