Recientemente he publicado un ensayo en el que abordo uno de los asuntos clave de los Estados democráticos, el papel actual de los partidos políticos como entes intermedios facilitadores para la participación de la ciudadanía en la actividad política. Tras una reflexión inicial sobre los partidos políticos como dirección del Estado, se inserta un recorrido por los fundamentos teóricos del denominado Estado de partidos (de Kelsen a García-Pelayo), la evolución histórica de los partidos políticos, la configuración de los partidos políticos en la Constitución de 1978, así como los denominados institutos de participación política directa, y su posterior desarrollo legislativo. En relación con este tema, abordo en el ensayo la representación política y la participación directa, en particular el sistema electoral español para hacerlo más justo y proporcional, el referéndum con propuestas concretas de mayor utilización, así como la iniciativa legislativa popular, para hacerla más accesible a la ciudadanía.
Pero volvamos al objeto de esta reflexión. Para determinar el papel de los partidos políticos en nuestro ordenamiento constitucional y su posible consideración como la real dirección del Estado hemos de considerar e interpretar varios preceptos constitucionales. El primero, el artículo 6CE, que dispone que “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”. La norma que desarrolla legalmente este precepto está constituida por la Ley Orgánica 6/2002 de Partidos Políticos.
Este fundamental precepto, aún sin mencionarlo expresamente, inserta de facto en nuestro ordenamiento constitucional el denominado “Estado de partidos”, fundamento teórico de las actuales democracias representativas, fue formulado inicialmente por el jurista austríaco H. Kelsen (en Esencia y valor de la democracia, 1934) y más contemporáneamente por nuestro constitucionalista M. García-Pelayo, el primer presidente del Tribunal Constitucional español (en El Estado de partidos, 1986).
Para determinar en su globalidad si los partidos son o no la dirección la dirección política del Estado hemos de considerar asimismo el contenido del artículo 23CE que proclama como fundamental el derecho a la participación política, el sufragio activo (derecho al voto, a elegir a nuestros representantes en los órganos de la soberanía nacional) y el derecho al sufragio pasivo (derecho a ser elegido representante del pueblo).
Y el tercer precepto constitucional clave es el artículo 67.2CE que establece que el mandado de nuestros representantes no es imperativo, es decir, que no pueden recibir instrucciones de voto de nadie para el ejercicio de su representación, tampoco pues de las direcciones de los partidos políticos a los que pertenezcan, en cuyas listas electorales fueron candidatos. Evidentemente, y así lo manifiesto en mi ensayo, este principio constitucional de mandato estrictamente representativo (no imperativo) pueden entrar en tensión claramente con el Estado de partidos dominante de facto y con la ausencia de listas electorales abiertas (una de las diez propuestas del decálogo para una mejor democracia que incluyo en la parte final del trabajo que estoy citando).
Por tanto, aunque formalmente la dirección del Estado la llevan a cabo las Cortes Generales, en cuando desarrollan posiblemente la principal función de un Estado, legislar, así como otra esencial, designar a los miembros de los órganos constitucionales (TC, CGPJ, DP), de facto, los partidos, que son asociaciones políticas, cuya finalidad es la de aunar convicciones y esfuerzos para incidir en la dirección democrática de los asuntos públicos, contribuir al funcionamiento institucional y provocar cambios y mejoras desde el ejercicio del poder político, en realidad son la pieza clave en la dirección política del Estado, en cuanto que la prohibición del mandato imperativo que proclama la Constitución no es respetada por las direcciones partidarias de los grupos parlamentarios, que imponen (sanciones disciplinarias) a los diputados y diputadas, senadores y senadores, el sentido de su voto, al margen de los posibles intereses de la ciudadanía, a la que durante los años que dura la Legislatura no son consultados.
No obstante lo que acabo de exponer, que tiene el sentido de rebajar el contenido de nuestro actual Estado de partidos equilibrando con el protagonismo de la ciudadanía en esta tercera década del siglo XXI, no quiero dejar de manifestar que en el trabajo común por el cumplimiento de los objetivos de nuestra Constitución, los partidos políticos como canalizadores y mediadores para la participación ciudadanía pueden tener un papel fundamental, siempre que efectivamente les guíe el interés general, el bien común, que es objetivamente el principal objetivo del Estado, como máximo garante de dicho bienestar colectivo, debiendo los representantes de los partidos políticos, una vez formen parte del Gobierno, ajustarse objetivamente a trabajar por la materialización del interés general, cumpliendo con sus promesas electorales, asunto clave, no obstante ausente, de momento, en nuestro texto constitucional.