Ir al contenido

De sorderas asintomáticas y deportes de riesgo

Todos deberíamos preguntarnos en qué hemos fallado o qué sociedad hemos creado para que el exponer la opinión se haya convertido en un ejercicio tan arriesgado

03 de marzo de 2025 a las 08:55h
Hombres pensando, en una imagen de archivo.
Hombres pensando, en una imagen de archivo.

“Perdóneme, padre, porque he pecado”.

Antes de que la soga se anude al cuello, abrazo este prólogo expiatorio con sabor a epitafio con la única finalidad de clamar indulgencia ante Dios y la totalidad de la corte celestial. Y lo hago con la absurda necesidad que nace de un espíritu contrito, y de la congoja, ante lo que pueda ocurrir a ahora y en lo sucesivo.

Y es que, querida lectora y lector, ejercer la libre opinión ―por muy bien entendida que sea― en estos tiempos de cólera, puede resultar un acto kamikaze, algo así como tirarse desde una cumbre escarpada con un arnés comprado en el chino de la esquina. O lo que es lo mismo, convertirse en el punto de mira de ciertos lobbies sedientos de sangre y carne fresca. Créanme que no exagero cuando les digo que semejante coyuntura debería ser elevada a instancias del comité olímpico internacional para que fuera este, quien tomase a bien tipificar el “lanzamiento de opinión” como deporte de riesgo; con sus medallas, podio e himno.

Llegados a este punto, todos deberíamos preguntarnos en qué hemos fallado o qué sociedad hemos creado para que el exponer la opinión se haya convertido en un ejercicio tan arriesgado. El influjo e impacto de las redes sociales han causado una serie de daños colaterales de los que, todavía, tenemos que aprender a convivir y revertir. 

A lo sumo, creo que en cierta medida esto se debe a dos causalidades de peso: la creciente irascibilidad ante los estímulos que nos rodean y la falta de escucha activa.

Al hilo de esto último, precisamente hoy, tercero de marzo, la comunidad internacional celebra el día de la audición. Aquí me paro, y hago un justo y necesario inciso para dejar claro que no es lo mismo oír que escuchar.

La explicación reside en algo tan pertinaz e inexorable como el propio paso del tiempo. 

Bajo la atenta mirada de papá y mamá, las cosas se hacían por imperativo legal y aprendías a escuchar poniendo tus cinco sentidos, ya fuera por lo civil o por lo criminal.

En cambio, la madurez nos vuelve irresponsables y flojos por vocación con las cosas más esenciales. Cuando vuelas del nido —además de las muchas cosas que quedan por el camino— llegas a la conclusión inmediata de que tu único mando y gobierno es el libre albedrío, y en definitiva, oyes más y escuchas menos. Resulta bastante probable que tal casuística nos conduzca a la malsana necesidad de estar más pendientes de lo que sucede en torno al propio ombligo que de aquello tan interesante y valioso que acontece en el entorno; dotando a nuestro espacio vital de un carácter residual del que, por lo general, hemos aprendido a pasar de largo.

Por eso, querido lector y lectora, haciendo acopio de ese mismo libre albedrío que mencionaba, si ha llegado hasta aquí debe saber que ante usted se ofrecen dos caminos a elegir: pasar de largo de esta retahíla de palabras encadenadas, o recordar que cada vez que vea en la tele un anuncio de GAES ―o cualquier otro genérico―, la importancia de la escucha activa y de dejarse acariciar por las palabras.

Y un último consejo a modo de epílogo:

Si todo esto sigue sin serle de utilidad, saquen sus billetes en clase business, pónganse cómodos y disfruten del viaje porque, como dijo aquel, si el jamón ibérico de bellota 5J y los langostinos de Sanlúcar no han conseguido poner de acuerdo a todo el mundo, tranquilícese amigo mío, que usted tampoco lo va a conseguir por muy blanca, inofensiva y aséptica que pueda resultar su opinión.

Lo más leído