Las despedidas son variadas. Pueden ser de alivio, de fracaso, de incertidumbre, indiferentes, cordiales, afectuosas o apenadas. Si son de estas últimas, de las de una aflicción verdadera, es una suerte sufrirlas, y más aún si antes del día postrero, con la melancolía que precede a las futuras pérdidas consabidas, se va uno despidiendo interiormente, mirando todo con ojos más profundos, afinando la mirada en los detalles más sutiles, paladeando lo que no ha de volver y la suerte de tenerlo -que es un sentido de la vista privilegiado y quizás no tan frecuente.
No es una apología de la congoja ni un gusto frenético por el masoquismo, sino una aceptación, un alegato casi estoico, de que el dolor es el precio a pagar por el deleite. Es humano querer retener el gozo, estirarlo como se extiende una masa, inmortalizarlo como un ámbar, pero es una debilidad del ánimo no acoger su fuga, abrazar su finitud. Si nos duele de verdad, es justo porque nos importa, por lo que nos ha brindado, por tener el brillo de un joyel que refulge entre tantas luces. Lo recordamos cuando la noche nos sobreviene. Y la noche suele sentirse larga.
Pobres de nosotros si nada nos doliera, si todo nos fuese indistinto, un ir pasando sin más, como una rama caída sobre un río. Qué suerte la de las lágrimas emocionadas, la del abrazo que traspasa la carne, la de las palabras tímidas que ahora son capaces de decirse, la de la melancolía compartida. Nadie echará de menos las tardes solas con persianas bajadas; ¿quién no recordará las horas de charlas y bares, de carcajadas y anécdotas, con el cariño, con el alimento que nos nutre?
Que la vida me dé celebraciones, tardes pequeñas llenas de afectos, vinos alegres, paseos sosegados, belleza visitada, conversaciones sin relojes, dulzores por sorpresa. Y que venga luego el golpe, el rayo sin piedad, y que me lo arrebate todo, como un ave rapaz, inmisericorde. Tendré la sonrisa del vencido, de un vencido con honor, que sabe que lleva consigo una victoria, la de ya haberlo vivido, la de haber sido ese tiempo de júbilo, la de llevar en los huesos las horas celebradas. Que venga la vida y me hiera, hondo; pago con dolor gustosamente los edenes perdidos, lo poco que siempre se recuerda entre lo mucho que se olvida.
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