Robert De Niro en 'Taxi Driver.' FOTO: PHOTOFEST.
Robert De Niro en 'Taxi Driver.' FOTO: PHOTOFEST.

Siempre he soñado con iniciar una persecución de cine subido al asiento trasero de un taxi. Si puede ser amarillo, mejor, que le da más épica. Pero desde hace un tiempo he añadido un matiz nuevo a mi fantasía cinéfila. Quiero subir a un coche amarillo conducido por un autónomo y decirle: “Taxi, siga a ese Cabify”. O Uber, tanto monta, monta tanto. Juntos, taxista y yo, perseguiríamos a toda pastilla, cuesta abajo y sin frenos al fantasma del neoliberalismo.

 

Yo vería, emocionado desde el asiento de atrás de un taxi, cómo un autónomo se desvive por alcanzar a un VTC conducido por un asalariado precario. La verdadera lucha de clase baja y bajísima del capitalismo moderno. La película que emocionó a Donald Trump. La producción de Hollywood que más críticas recibiría en la gala de los Oscar. Me imagino a Meryl Streep encabezando un movimiento en contra de los abusos del mercado laboral del transporte privado.

 

Ahora bien, lo confieso, yo le he puesto los cuernos al taxi. Aunque no ha sido en España. Fue hace unos años, en Argentina, concretamente en Buenos Aires. Y me salvó la vida. Yo estaba viviendo en el glorioso barrio de Almagro y tenía que ir a Boedo (histórica sede de San Lorenzo, club del que son seguidores Viggo Mortensen y el papa Francisco) a una cancha de fútbol sala a jugar con unos amigos. Siempre iba con el mismo chico desde la avenida Corrientes a la altura del 4 mil y pico —mitad de la calle, vamos—.

 

Pero ese día mi amigo, que era nativo y conocía las combinaciones de bondi (bus) había ligado y pasó del fútbol. Me dijo que no iba y me explicó dónde subirme y dónde bajarme. ¿Usted llegó al partido? Porque yo no. Yo me pasé la parada y cuando me di cuenta estaba pasando por Pompeya. “San Juan y Boedo antiguas y todo el cielo, / Pompeya y más allá la inundación, / […] Sur, paredón y después. / Sur, una luz de almacén/” Goyeneche dixit. De modo que cuando supe que estaba donde el tango me bajé del colectivo y crucé la acera para volver hacia atrás. El problema fue que en el otro lado no había parada de bus, así que eché a andar, tuve que rodear los bajos de un puente y acabé perdido en la boca del lobo. Que me aspen si no di por perdida mi vida.

 

Andando por la cerrada noche porteña se me cruzaron por la mente todos los titulares amarillistas de Antena 3. Un chorro, un cana corrupto o un niño de una villa acabarían conmigo por treinta lucas (aporofobia). Susanna Griso tendría programa para tres semanas. No, no ocurrió nada de eso. A la primera calle iluminada que vi me acerqué con miedo. Vi una pizzería abierta. Entré y expliqué que me había perdido. Cuando dije de dónde venía y a dónde quería haber llegado se echaron las manos a la cabeza. Me dijeron que podía tomar dos o tres combinaciones de bondi pero que era un poco peligroso y que a la vuelta de la esquina había una remisería. El remi, el VTC argentino que nació del corralito.

 

El remisero me dijo que podía esperar para compartir coche con otro usuario o que me llevaba directamente y que el precio era tanto (súper barato). Le dije que me llevara ya a mi casa, ni fútbol ni nada. Y eso hizo. Cuando me abrió el portaequipajes (esta parte de la columna está escrita en argentino) y me dio el saco con la ropa de deporte me dijo:

 

—Che, ¿vos qué hacías en Lanús?

 

—Señor, acabo de enterarme de que estaba en Lanús. Me perdí y no sabía ni dónde estaba.

 

Subí a casa de mi vecina Lorena y llamamos a un delivery para que nos trajesen un litro de helado. Mano de santo. Fin del disgusto.

 

Desde entonces combiné taxis y remises durante mi estancia en Buenos Aires. En ambos tuve buenas y malas experiencias. Un servicio se adecúa mejor a unas necesidades y viceversa. Son totalmente compatibles, conviven. ¿Qué pasa entonces con Cabify y Uber? ¿Por qué son distintos a un remi o a una VTC tradicional? El problema es el salvajismo con que han entrado en nuestro país. Y también que muchos taxistas han especulado sobremanera con sus propias licencias. Han creado una burbuja y, claro, a un autónomo que haya pagado 15, 20, 30 mil euros por una licencia de taxi no le hace ni pizca de gracia que llegue una multinacional y le reviente el mercado saltándose las tablas de la ley. Convivencia sí, pero dentro de la ley.

 

Propongo como mediadores en este conflicto a Alfonso Sánchez y Alberto López, los compadres, que en su película El mundo es suyo han trabajado conjuntamente con el sector del taxi y con Cabify. De hecho hay una referencia muy buena al conflicto dentro de la película. Taxi, siga a ese Uber, se lleva el futuro de la clase media.

 

Ay, si el Fary levantase la cabeza.

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