Los templos perpetuos

Con el paso de los años, nos toca asumir que las cosas cambian. Incluso aquellas que nunca nos importaron demasiado o aquellas que creíamos inmutable

La reina Isabel II, en los actos con motivo de su 96 cumpleaños. RTVE
09 de septiembre de 2022 a las 01:00h

Hay cosas que nunca pensamos que cambiarían. Probablemente porque allá por la infancia, cuando el tiempo parece detenerse y transcurre tan despacio, la obstinación es una senda irrenunciable. Nos creemos en posesión de verdades absolutas y tangibles, y necesitamos que esas verdades se alcen como templos para sentirnos seguros.

Por ejemplo, sabemos que el cole no va a arder por la noche ―aunque nos pueda seducir la idea en la víspera de un examen―; sabemos que nuestros padres siempre estarán ahí; sabemos que si nos portamos bien o medio bien, habrá chocolate el domingo; sabemos que si encestamos la bola de papel en la papelera, nuestro equipo ganará el partido; sabemos que hay gente que nunca se va a morir. Esto último siempre ha sido así con ciertos personajes perpetuos: Jordi Hurtado, el papa Juan Pablo II… o la reina madre y la reina de Inglaterra. A algunos de ellos los hemos perdido ya y otros pocos continúan ganándole su batalla al tiempo. 

Con Isabel II creo que todos teníamos la misma sensación, la de estar frente a un prodigio de la naturaleza. Una señora que lo mismo servía para suegra implacable que para abuelita tierna con sándwiches de mermelada en el bolso y charlas de té con el osito Teddy. Para mí, desde siempre, la reina de Inglaterra ha sido sus sombreros. Siempre de colores, con flores, y a juego con el abrigo y el vestido. Recuerdo que de pequeña a menudo me preguntaba por el tamaño que debía de tener el armario sombrerero de la monarca británica. Me planteaba si guardaría en él también la corona y si esta ocuparía la balda de arriba o la de más abajo, para tenerla a mano por si se tercia una comparecencia tonta y con las prisas no atina a pillarla entre tanto gorro y tanta pamela. 

No cabía duda de que la reina de Inglaterra nos iba a sobrevivir a todos. O por lo menos a su hijo Carlos. El eterno heredero de la corona que todos creíamos que nunca se iba a poner. Ahora parece que al fin ha llegado su momento, un momento imposible, como imposible era la desaparición de su madre. Ahora toca también asistir a toda la parafernalia real que los británicos llevan tiempo proyectando. Ya se sabe que nadie como un inglés para montar a todo trapo un fiestón de despedida. Y cuando cesen los fastos solo nos quedará tratar de acostumbrarnos a que esa verdad imperturbable con sombrero ya no está.

Con el paso de los años, nos toca asumir que las cosas cambian. Incluso aquellas que nunca nos importaron demasiado o aquellas que creíamos inmutables. Lo jodido es cuando se pierde algo que importa de veras y eso también nos pasó ayer. Ayer los españoles recibimos con estupor una noticia que no podíamos atisbar. Contra todo pronóstico y ante nuestros corazoncitos encogidos, ha ocurrido: Toni Cantó ha abandonado su cargo en la Oficina del Español de la Comunidad de Madrid. Aduce un nuevo proyecto profesional para dejarnos huérfanos, a nosotros y a nuestra lengua. Francamente, yo ya no sé en qué creer. Si la reina de Inglaterra se muere y la mente preclara de Toni Cantó ya no está al frente de la defensa del español, ya no quedan templos por derrumbarse. Dios salve a Jordi Hurtado y a su máquina del tiempo.