Los templos perpetuos

Con el paso de los años, nos toca asumir que las cosas cambian. Incluso aquellas que nunca nos importaron demasiado o aquellas que creíamos inmutable

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

La reina Isabel II, en los actos con motivo de su 96 cumpleaños. RTVE

Hay cosas que nunca pensamos que cambiarían. Probablemente porque allá por la infancia, cuando el tiempo parece detenerse y transcurre tan despacio, la obstinación es una senda irrenunciable. Nos creemos en posesión de verdades absolutas y tangibles, y necesitamos que esas verdades se alcen como templos para sentirnos seguros.

Por ejemplo, sabemos que el cole no va a arder por la noche ―aunque nos pueda seducir la idea en la víspera de un examen―; sabemos que nuestros padres siempre estarán ahí; sabemos que si nos portamos bien o medio bien, habrá chocolate el domingo; sabemos que si encestamos la bola de papel en la papelera, nuestro equipo ganará el partido; sabemos que hay gente que nunca se va a morir. Esto último siempre ha sido así con ciertos personajes perpetuos: Jordi Hurtado, el papa Juan Pablo II… o la reina madre y la reina de Inglaterra. A algunos de ellos los hemos perdido ya y otros pocos continúan ganándole su batalla al tiempo. 

Con Isabel II creo que todos teníamos la misma sensación, la de estar frente a un prodigio de la naturaleza. Una señora que lo mismo servía para suegra implacable que para abuelita tierna con sándwiches de mermelada en el bolso y charlas de té con el osito Teddy. Para mí, desde siempre, la reina de Inglaterra ha sido sus sombreros. Siempre de colores, con flores, y a juego con el abrigo y el vestido. Recuerdo que de pequeña a menudo me preguntaba por el tamaño que debía de tener el armario sombrerero de la monarca británica. Me planteaba si guardaría en él también la corona y si esta ocuparía la balda de arriba o la de más abajo, para tenerla a mano por si se tercia una comparecencia tonta y con las prisas no atina a pillarla entre tanto gorro y tanta pamela. 

No cabía duda de que la reina de Inglaterra nos iba a sobrevivir a todos. O por lo menos a su hijo Carlos. El eterno heredero de la corona que todos creíamos que nunca se iba a poner. Ahora parece que al fin ha llegado su momento, un momento imposible, como imposible era la desaparición de su madre. Ahora toca también asistir a toda la parafernalia real que los británicos llevan tiempo proyectando. Ya se sabe que nadie como un inglés para montar a todo trapo un fiestón de despedida. Y cuando cesen los fastos solo nos quedará tratar de acostumbrarnos a que esa verdad imperturbable con sombrero ya no está.

Con el paso de los años, nos toca asumir que las cosas cambian. Incluso aquellas que nunca nos importaron demasiado o aquellas que creíamos inmutables. Lo jodido es cuando se pierde algo que importa de veras y eso también nos pasó ayer. Ayer los españoles recibimos con estupor una noticia que no podíamos atisbar. Contra todo pronóstico y ante nuestros corazoncitos encogidos, ha ocurrido: Toni Cantó ha abandonado su cargo en la Oficina del Español de la Comunidad de Madrid. Aduce un nuevo proyecto profesional para dejarnos huérfanos, a nosotros y a nuestra lengua. Francamente, yo ya no sé en qué creer. Si la reina de Inglaterra se muere y la mente preclara de Toni Cantó ya no está al frente de la defensa del español, ya no quedan templos por derrumbarse. Dios salve a Jordi Hurtado y a su máquina del tiempo.

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