Ir al contenido

Tenemos que hablar

La inmediatez y la injerencia de lo relativo al mundo digital nos lleva a desbrozar algo tan valioso como las vivencias personales como un pseudo producto de bajo consumo

07 de abril de 2025 a las 12:25h
Imagen de una persona con un móvil a cuestas.
Imagen de una persona con un móvil a cuestas.

Quinta semana de Cuaresma. Lunes de examen de conciencia. Compártalo conmigo, escarbe en su interior. ¿Qué porcentaje de culpa tenemos para que, desde hace algún tiempo, deambulemos por las calles con la cerviz inclinada hacia abajo, atrapados bajo el influjo de los teléfonos móviles?

A nadie escapa que el tiempo que desperdiciamos en grado sumo con los dispositivos electrónicos ―aquí el primero― redunda en la pérdida de facultades y/o habilidades sociales. Nos relacionamos menos porque hemos aprendido a darle mayor importancia a los estímulos e interacciones que provienen tras una pantalla de apenas seis pulgadas. Triste, ¿eh? Mendigar atención, buscar aprobación o reafirmarnos en según qué, suelen ser el motor de nuestras acciones. Algo de lo que no hemos terminado de darnos cuenta ―o que asumimos sin rubor― es el abominable peaje que aceptamos a cambio: ser y parecer cada vez más hostiles ante todo lo que suponga un contacto directo con nuestros congéneres.

En una comparecencia reciente, el presidente del Gobierno abogaba porque la nación diera un paso adelante por la digitalización ―maniobra de prestidigitador para eludir la realidad―; lo cual me lleva a interponer el orden y el uso de las palabras para construir lo siguiente: hablando de cosas tan desagradables como el rearme, ¿qué está pasando últimamente en nuestra sociedad para que las noticias de actualidad estén copadas por casos recurrentes de tiroteos entre clanes rivales?

Para alguien como yo, que detesta cualquier manifestación violenta y que aborrece hasta a las pistolas de agua, este panorama tan descorazonador no hace más que evocar aquella icónica frase del maestro Francisco de Asís Palacios Ortega, alias “el Pali”, que ponderaba sobre la importancia de fabricar menos misiles y más pavías de bacalao.

La inmediatez y la injerencia de lo relativo al mundo digital nos lleva a desbrozar algo tan valioso como las vivencias personales como un pseudo producto de bajo consumo. Algo así como ir eliminando capas hasta que el género resultante sea un individuo esmirriado y desprovisto de dignidad.

Llevándolo a otro plano que se antoja necesario, ¿cuántas reyertas nos ahorraríamos si pusiéramos cordura y corazón a nuestros actos?; ¿qué ocurriría si regalásemos un libro o una simple conversación allá donde haya un celular? Imagínelo por un momento… sería como una Revolución de los Claveles pero mucho más tocha. Mucho más redonda y recordada.

Al respecto, los docentes han optado por un programa de desconexión de pantallas en las aulas. Esto, a priori, está bien. Pero sería un tremendo error convertir algo ventajoso en ventajista. El todo o nada jamás fue la solución. Raciocinio y coherencia, señores.

Créame, estimado lector, que no intento elucubrar en torno a teorías extrañas. El mal, existe. Es algo tan básico como que la capacidad de generarlo anida en cada uno de nosotros. Además, cohabita un escenario que no tolera dudas: habernos convertido en sujetos por momentos menos insensibles e idiotizados, claros contribuyentes de este infierno que hemos diseñado en vida.

Y por tanto, conceder el peso y la medida de las cosas ―algo que muchos llaman valor― a través de un simple clic, es la triste caricatura del monstruo que todos somos, en mayor o menor cuantía.

Por eso, cuando lea esto, váyase al bar de la esquina o al tabanco más cercano y dígale a su camarero de confianza: “Pepe, ponme un solo doble en taza”; continúe con la peripecia hasta completar el triple salto mortal, agarre al primer parroquiano que se le cruce y trabe conversación. No se arrepentirá, se lo aseguro.

De nada.

Lo más leído