Hay quien hereda mansiones o yates. John F. Kennedy, al llegar a la Casa Blanca, heredó las conspiraciones contra el régimen cubano. El 19 de enero de 1961, un día antes de la transferencia de poderes, Eisenhower le dijo que el país no podía tolerar, a largo plazo, que alguien como Fidel Castro estuviera en el gobierno cubano. JFK, como demuestra su actuación posterior, estuvo conforme con este punto de vista. Durante su mandato, trató de eliminar por múltiples vías al régimen comunista de La Habana. Sin embargo, se ha discutido si fue responsable del desarrollo de las conspiraciones anticastristas. ¿Habría que atribuir los planes clandestinos, más bien, a unos servicios de inteligencia que habrían actuado por su cuenta? Para autores que simpatizan con Kennedy, como David Talbot, la CIA se convirtió en una de las grandes obsesiones del presidente, casi en un enemigo a abatir. La Agencia, acostumbrada a operar con un amplio margen de autonomía, se habría resistido a colocarse bajo una supervisión política. No obstante, la idea de un organismo que actúa por su cuenta resulta improbable porque, como diría el entonces secretario de Defensa, Robert McNamara, la CIA se caracterizaba por su alta disciplina. Los oficiales del gobierno la controlaban por completo.
Lo cierto es que, dijera lo que dijera JFK en público, su pragmatismo no le inspiraba objeciones morales a los golpes de estado contra gobiernos extranjeros. Tres de ellos constituían sus blancos principales, los de Castro, Trujillo y Lumumba. Un historiador, Michael Burleigh, nos proporciona un dato significativo. Si Eisenhower autorizó 170 operaciones encubiertas de la CIA en ocho años, John Kennedy dio luz verde a 163 en menos de tres. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que los protocolos de actuación de la CIA estaban diseñados para evitar que salpicara al presidente la responsabilidad por cualquier actuación ilegal fallida. “Ninguna orden de asesinato debe ser escrita o grabada jamás”, leemos en un documento de la Agencia, desclasificado en 1997, con directrices acerca de cómo eliminar enemigos.
Pero los métodos de contrainsurgencia no dejaban de suscitar interrogantes de carácter moral. Un sector de la prensa no dejó de manifestar profundos reparos ante unos procedimientos que parecían extraños a la tradición norteamericana. En mayo de 1961, en la revista Newsweek, un articulista afirmaba que el pueblo estadounidense deseaba ganar sus batallas de una forma directa y clara. En The New Republic, otro comentarista proclamaba, sin ambages, que la guerra paramilitar equivalía a una guerra sucia. El país no podía hacer caso omiso de los tratados que había afirmado, ni avalar unas vías de actuación que significaban un desprecio de los valores democráticos.
En la Casa Blanca, sin embargo, no primaba el escrúpulo ético sino la clara voluntad de combatir la subversión izquierdista con sus propias armas. Sin embargo, impulsar un golpe de estado contra un gobierno extranjero no implica, necesariamente, autorizar la ejecución del líder depuesto. ¿Pretendió JFK eliminar físicamente a Fidel Castro? No podemos estar seguros al cien por cien. El propio Kennedy, durante una entrevista con el periodista Tad Szulc, afirmó que Estados Unidos no debía involucrarse en magnicidios por razones morales, pues de lo contrario nadie podría dormir tranquilo. Hay quién cree que el inquilino de la Casa Blanca hablaba de cara a la galería. Hay también quién no duda de su sinceridad. Para Arthur Schlesinger, un católico como John F.Kennedy no podía aprobar tales métodos. Sin embargo, esta idea pasa por alto la antigua tradición dentro de la Iglesia a favor del tiranicidio.
Según el biógrafo Robert Dallek, JFK se resistió a dar su autorización a los proyectos de magnicidio, no por motivos de conciencia sino por serias dudas acerca de su eficacia. No deseaba crear un mártir que sería sucedido por su hermano Raúl o por el Che. Otro asunto sería la actitud de la CIA, partidaria entusiasta del asesinato como forma de continuar la política por otros medios. Dentro de la Agencia, sin embargo, existían voces como la de Sherman Kent. Este analista de inteligencia advirtió a sus jefes que un Fidel convertido en mártir sería una poderosa baza en manos de los comunistas.
En sus memorias, Richard Goodwin, consejero para América Latina, cuenta que asistió a una reunión nivel, en la que el Secretario de Defensa, McNamara, afirmó que la única cosa que había que hacer era “eliminar a Castro”. McNamara, según Goodwin, creía que ese era el único camino. Pero en la CIA no empleaban la palabra asesinato sino un eufemismo, “Acción Ejectiva”. Robert Dallek, a partir de documentación desclasificada, afirma que la Agencia transfirió fondos para pagar a mafiosos, a cambio de que asesinaran al líder cubano, en el marco de la invasión de Bahía de Cochinos. El plan era tan secreto que ni siquiera Jacob Esterline, el responsable de la CIA en la planificación de las operaciones, conocía en qué se iba a utilizar este dinero. No obstante, sabemos que el general Lansdale envío un memorándum a Bobby Kennedy, en el que proponía utilizar contra el gobierno cubano a elementos criminales que habían operado en la isla antes de la revolución, dedicándose al juego y otras actividades. El fiscal general, por lo que parece, no planteó ninguna objeción.
¿Y si los planes clandestinos reforzaban la autoestima del presidente al hacer sentir, en la vida real, como un superhéroe de ficción al que admiraba, James Bond? De hecho, durante la campaña electoral, había compartido cena con el creador de OO7, Ian Fleming. Durante la velada, el escritor deleitó a los presentes con sugerencias humorísticas sobre cómo acabar con Fidel Castro al estilo de su personaje. Por ejemplo, a través del afeitado de su barba o con una utilización hábil de las supersticiones de la santería cubana.
Kennedy habló del tema con el senador por Florida George Smathers, al que hizo una montaña de preguntas sobre las consecuencias de la hipotética eliminación de Fidel. Se preguntaba, sobre todo, por la reacción de la opinión pública. Al parecer, la idea no acababa de convencerle ante el temor de que Estados Unidos cargara con la culpa.
¿Cómo valorar el testimonio de Smathers? Da la impresión de que el presidente seguía su procedimiento habitual en la toma de decisiones: informarse exhaustivamente del tema mientras mantenía abiertas varias opciones. Eso significa que podía decir cosas diferentes en función de su interlocutor, e incluso desarrollar políticas en apariencia contradictorias.
No hay podido encontrarse ningún documento en el que Kennedy autorice el asesinato de Castro, pero esto no es suficiente para acabar con las sospechas. En las operaciones clandestinas, las ordenes escritas no eran necesarias porque se procuraba por todos los medios que el presidente no se viera salpicado. Si las cosas iban mal y debía negar su implicación, debía poder hacerlo de la forma más verosímil posible. Este procedimiento significó, en la práctica, que un Richard Bisell pudiera acabar haciendo todo aquello que deseaba. Bisell afirmó siempre que no había discutido con ningún Kennedy sobre cómo eliminar a Castro, pero también especificó en cierta ocasión que ninguno de los hermanos le había dicho nunca “no”. Este es un punto crucial, ya que es posible que los hermanos Kennedy, más que dar órdenes, dejaran hacer. En su biografía de Bobby, Evan Thomas, un autor por lo común favorable al fiscal general, no deja de señalar su extraña falta de curiosidad acerca de las actividades de la CIA, un organismo que, en palabras del mismo Thomas, necesitaba que lo vigilaran de cerca y lo ataran corto.
Comentarios