De todos los cambios de estaciones, el paso del verano al otoño es mi favorito: la luz se achica poco a poco, la temperatura se hace amable en esta latitud y a veces llueve (en un tiempo anterior a este devastador cambio climático, claro) tras un largo y abrasador verano.
Es momento de sementera y la tierra se esponja acogedora para engendrar la vida que alumbrará cuando la luz crezca de nuevo.
Pero no quería escribir sobre las estaciones y la luz, sino sobre los cambios, las apariencias y los comienzos. Porque, indefectiblemente, todo cambio trae aparejado un comienzo. Y, en muchas ocasiones, también un final.
En estas cosas andaba pensando cuando, con la última luna del verano, se ha producido un cambio cuyo estrépito tiene, aparentemente, dimensiones planetarias. Ha fallecido en Escocia la reina de Inglaterra (la parte por el todo de un reino de cuatro naciones). Y se ha desatado una conmoción que se extiende entre quienes vivimos según los códigos culturales y económicos de la pequeña Europa. Este escenario, más aparente, insisto, que real (por lo poquísimo que afecta a la vida cotidiana de la mayoría), es propicio para la desmesura. Y de la desmesura al ridículo hay un paso más pequeño que el estrecho de Calais.
Algunas autoridades tienen querencia a la desmesura y al ridículo. La más reconocida por ello es la Presidenta de la Comunidad de Madrid que, en esta ocasión, tampoco nos defrauda declarando tres días de luto por el fallecimiento de la reina de la Commonwealth, a la que todavía, que sepamos, no pertenece Madrid ni su aparente reina-jefa de estado.
El ridículo de la presidenta puede, incluso, explicarse por la confusión entre los nombres: Isabel II, la reina castiza como ella, sí, sí, la del canal cuya gestión ha enriquecido tanto a algunos cortesanos de los gobiernos conservadores de Madrid, y la Elizabeth II de la pérfida Albión.
Lo que es ciertamente inexplicable, es que, siguiendo la estela de la desmesura, el presidente de la Junta también se haya puesto castizo y declare un día de luto en Andalucía. Por si lo han olvidado, el imperio británico mantiene su única colonia en Europa en suelo andaluz desde 1713: Gibraltar. Desde la colonia, también en apariencia, los vasallos se postran ante la metrópoli.
Pero, con el mayor respeto a la soberana británica, en paz descanse, (sin duda una de las figuras más relevantes del siglo XX) y a las personas que la honran en estos días, las y los andaluces no somos súbditos ni vasallos. Y como Andalucía es el nombre de la Humanidad al sur de Despeñaperros, aquí honramos con el luto a quienes nos dicta la sangre o nos da la santa gana. Y puestos a elegir honrar a una persona relevante, probablemente el Maestro de la guitarra flamenca, Manolo Sanlúcar, lo merece tanto como la que más.
Lamentablemente el presidente andaluz olvida que el Flamenco es patrimonio de la Humanidad, concebido y alumbrado por las y los desposeídos andaluces de todos los tiempos, mientras que la reina castiza del siglo XXI, en cambio, se empeña en que Madrid sea para la humanidad que tiene patrimonio, incluso con el oxímoron de llamarla capital del Flamenco.
En fin, que cuando algo cambia para que todo siga igual, como Lampedusa, lejos de avanzar, el mundo se detiene y la irrealidad nos envuelve. No es cambio ni transformación. Es una adormidera que nos distrae de lo importante, de los cambios que significan finales y comienzos.
Y de ninguna manera se puede ser flamenca o flamenco en la metrópoli, sino en el compás.
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