El timbre

Me di cuenta de que, en pruebas de ese tipo, en momentos donde sentimos que podemos bajar a los infiernos, un poco de humanidad es el único timbre que nos salva

Foto busto

Filólogo, autor de varios libros de poesía

Equipamiento de resonancia magnética en el Hospital Comarcal de la Axarquía, en Nerja, en una imagen de archivo.
Equipamiento de resonancia magnética en el Hospital Comarcal de la Axarquía, en Nerja, en una imagen de archivo.

El jueves tuve una resonancia magnética de cervicales. Hacía mucho que no me hacía una prueba parecida y me producía bastante rechazo. Las cosas quedan impregnadas, igual que las palabras, de su historia, y esa prueba –esa bendita y maldita prueba al mismo tiempo– ha sido la antesala, en muchas ocasiones, de los peores pronósticos. El día que me tocaba la prueba me levanté tempranísimo, llegué y, después de desprenderme de todo objeto metálico, entré en la sala. Y allí estaba el dichoso aparato, expectante.

Yo lo miraba desconfiado, cuando entonces el enfermero me advirtió de que una vez tumbado y dentro de la máquina, debía quedarme quieto, y me entregó un timbre para que lo apretase por si me agobiaba, en ese momento se interrumpiría la prueba y yo quedaría a salvo. Yo estaba en lo mío, mirando aquella cosa, con todos los prejuicios posibles, y no le di gran importancia. Entonces, tendido ya, la camilla empezó a moverse. Enseguida me di cuenta de que aquello era, en realidad, una especie de monstruo metálico, y que me estaban introduciendo dentro de él. Un monstruo agorero, una boca gigante que simbolizaba el principio del fin. Y no tenía piedad.

Estaba dentro de unas fauces, metálicas, frías, desprovistas siquiera de un impulso destructivo, que es, al cabo, natural. No: aquello emitía sonidos desagradables, horrísonos, cacofónicos. Todo sin el menor atisbo de civilización. La barbarie hecha tecnología. La paradoja. Yo, mientras tanto, sin mover un dedo. Quieto. Sin contar el bruxismo por el estrés de la situación. Cuando noté que la camilla me sacaba del nicho, de aquella cabina terroríficamente aséptica, no sentí del todo alivio: de golpe, me vino a la cabeza la escena de Dolor y gloria en que el personaje interpretado por Antonio Banderas se enfrentaba a aquella prueba.

Y entonces me encontré con lo único que te mantiene cuerdo en esos instantes: ¿Cómo estás?, ¿estás bien?, sí, hijo, es una prueba muy desagradable… Lo sé, dijo el técnico con una sonrisa suave, empática, piadosa. Que tenga un buen día, hasta luego, añadió con una sonrisa resplandeciente otra de las técnicas que estaban por allí, sentada a una mesa. Y, en ese momento, me sentí mejor, lo desagradable de la prueba y todos sus significados ominosos, comenzaron a diluirse entre tanta claridad sobrevenida. Me di cuenta de que, en pruebas de ese tipo, en momentos donde sentimos que podemos bajar a los infiernos, un poco de humanidad es el único timbre que nos salva.

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Comentarios (1)

jose cuevas Hace 15 días
Una columna necesaria. Gracias.
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