De pequeño me encantaban las películas del oeste, de piratas y las de los tres mosqueteros. Y me encantaban las de ciencia ficción y las de terror. Sin olvidarme de las de artes marciales, por supuesto. Me construía espadas de madera yo mismo para jugar con mis amigos. Imitaba a los karatecas. Y era muy consciente de que no debía intentar cortar la cabeza a mi amigo. Vamos, ni se me pasó por la mía... Nadie tuvo que explicarme nunca la diferencia entre realidad y ficción.
Habría sido una especie de insulto, tanto para mí como para el osado e inconsciente pedagogo. El mundo de la ficción es autónomo, con sus propias reglas. Eso lo sabe cualquiera. Debería saberlo todo el mundo. Mi única duda hoy no es si los niños lo saben, sino si los adultos son conscientes de lo que implica sumergirse en la ficción. Con la cantidad de novelas, series y películas que se consumen... Pero hay algo que oscurece nuestro intelecto, una especie de tinta oscura y viscosa. A lo mejor es que consumimos en lugar de leer y contemplar.
Y, de tanto tragar sin asimilar, algunos se han vuelto más infantiles que los niños, extendiendo un miedo que nace de la ignorancia y de la falta de auténticas experiencias estéticas. Ya no juegan con sus niños, porque bastan las actividades extraescolares. Ya no hay plazas donde jugar. Nos hemos inventado el mundo de los niños, y creemos que son ignorantes, al menos tanto como nosotros los adultos.
Seguramente se rían cuando les intentemos explicar que lo que sale en la pantalla es de mentira. Y que no hay que imitarlo... Cuando resulta que es en los juegos donde reproducimos lo que ocurre en la sociedad, para ir entrando en ella, mecanismos de socialización, mecanismos básicos para alcanzar la autonomía. Quizás nos aterra que quieran ser como nosotros.
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