Me llamo Ana y soy esposa, madre y maestra aunque desde hace dos años toda mi vida está en stand by.
La fibromialgia llegó a mi vida en forma de diagnóstico en 2019 después de años de dolor, rigidez, agotamiento extremo y una tristeza tan difícil de explicar que, solo aquellas personas atrapadas por este diagnóstico, pueden identificar.
Ponerle nombre parecía el final de un largo camino de incertidumbre y sufrimiento porque una de las peores cosas de esta enfermedad es que tiene tantos síntomas que las personas que la padecen deben peregrinar por un sin fin de especialistas hasta que, por descarte, un reumatólogo le pone nombre. Parecía el final o el principio de una nueva etapa, esperanzados por un tratamiento que permitiese recuperar un poco la normalidad, pero no…no era ni el principio ni el final…era un punto y coma que daba paso a una lucha mucho más frustrante y extenuante que el propio dolor y agotamiento que provoca este horrible síntoma.
“No hay cura”
“Es una enfermedad crónica”
Ansiolíticos, antidepresivos, morfina, antiinflamatorios, corticoides… nada te hace mejorar.
Nadie sabe cómo tratarte, el dermatólogo te deriva a tu médico, tu médico a otros especialistas y ninguno sabe qué hacer contigo, por lo que te prescriben la fórmula magistral del siglo XXII para todo: ejercicio (aunque no puedas casi moverte), alimentación sana (aunque cada vez son más los alimentos que no toleras) e higiene del sueño (aunque el mejor colchón del mundo parezca la cama de un fakir…)
Las visitas a los especialistas se convierten en una ruleta rusa que, desde días antes genera ansiedad y miedo en los pacientes porque, aunque parezca increíble, aun hoy tienes que tener suerte con el medico que te toque para no salir de la consulta sintiéndote una vaga y exagerada que sólo quiere dejar de trabajar y llamar la atención. He pasado por reumatólogos que sin mirarme a la cara se han inventado informes omitiendo síntomas porque, según ellos, no hay necesidad de complicar las cosas.
Pero las personas con fibromialgia no vivimos solas, tenemos hijos que aprenden a mantenerse en un segundo plano cuando mamá no puede más. Que aparcan sus necesidades cuando saben que no vas a poder responder, que se pierden muchos planes familiares porque mamá no puede salir de la cama, que miran a su madre constantemente intentando averiguar si mamá está bien, que viven con angustia porque no saben cuando el monstruo de la fibromialgia volverá a encerrar a su madre en la cama ni por cuántos días…
También somos esposas… aunque ya los planes en pareja sean cada vez menos y en muchos casos las salidas nocturnas se reduzcan a visitas urgentes. Algunas personas como yo, tenemos la suerte de tener un compañero que me entiende y me apoya, otras personas sin embargo deben luchar con la incomprensión y el abandono también.
Somos trabajadoras, en mi caso maestra. Para mí es el trabajo más bonito del mundo, mi motivación para levantarme y seguir aprendiendo cada día. Una de las cosas que más echo de menos desde que mi vida se puso en pausa. Y volviendo al tema suerte, yo he tenido la suerte de trabajar en una empresa en la que me he sentido apoyada y respaldada, pero hay muchas personas que deben sumar a todo lo que tienen encima el mobbing o acoso en el trabajo también.
En definitiva, la fibromialgia, a pesar de ser una enfermedad que actualmente se encuentra en tierra de nadie, hace que poco a poco vayas muriendo en vida, te aísla, te frustra y aunque no es una enfermedad mortal, como recalcan siempre los médicos, si que te quita las ganas de seguir viviendo. Y yo me pregunto, ¿vivir queriendo que esta pesadilla acabe no es una forma de morir cada día…?
Desde 1993, la Organización Mundial de la Salud ha establecido el 12 de mayo como el Día Mundial de la Fibromialgia y del Síndrome de la Fatiga Crónica en honor a Florence Nightingale, una enfermera que, a los 35 años, sufrió una enfermedad crónica y debilitante que la postró en la cama durante 50 años.