Este año no va a haber grandes fiestas, así que es el momento perfecto para tirar un rato de nostalgia y recuerdos, cual capítulo recopilatorio de sitcom que se precie. Si bien todas las pequeñas historias que vienen a continuación fueron para llorar en el momento, hoy no pueden ser otra cosa que comedia. Se trata mayormente de pequeños relatos de la noche y su peculiar fauna de personajes variopintos. Nunca se habla de la cara siniestra de la Navidad. Por cada sonrisa reflejada en una copa de champán hay un borracho loquito a punto de liarla en un tugurio.
Número 5: Flashback de Vietnam. Durante un tiempo estuve trabajando en un bar de rock n’ roll, y en ese tiempo me tocó trabajar una Nochebuena. Eran las siete de la mañana y aún quedaban los tres pesados que no se iban ni con agua caliente. Mi jefe estaba ultra reventado, así que me mandó que los echase sutilmente. Toda indirecta fue inútil, pero finalmente se me ocurrió la forma perfecta de echarlos.
Tranquilamente, me acerqué al ordenador y puse en todo el bar The End de los Doors para que se rallasen y se fueran, de las canciones más depresivas jamás escritas. Yo, después de haber visto Apocalypse Now 500 veces soy inmune, pero ellos solo aguantaron cuatro minutos de los casi doce que dura la canción. En su huida hasta dejaron sus últimas copas intactas. Cuando fui a darle a mi jefe la buena noticia de que ya podíamos cerrar, estaba todavía más rallado que ellos.
Número 4: En tu fiesta me colé. Año nuevo en el pueblo, aun siendo menor de edad. Quedé con mis amigos en que me tuvieran en cuenta para meterme en lista de la fiesta a la que iban, y que yo luego les pagaba lo que fuera. Pues bien, no lo hicieron. Llegado el momento igualmente me planté junto a ellos en la puerta del sitio en cuestión. Se trataba de un local más bien tirando a nave industrial, sin ventanas y con una puerta metálica de cochera de 70 centímetros de ancho custodiada por un portero y con algo de barullo. No sabía muy bien cómo iba pasar por ahí, pero estaba decidido a intentarlo.
Mis tres colegas se identificaron para entrar por lista. Cuando les cedieron el paso, no me lo pensé dos veces y les seguí a paso firme, pasando a menos de tres centímetros de las narices del portero. No sé cómo, funcionó. Dentro había todo lo que se podía esperar de una fiesta de año nuevo en una nave industrial: paredes grises, una hilera de bolsas con lotes en el suelo junto a la pared, más charcos de barro para llenarme otro año más de mierda el mismo pantalón blanco, un DJ con luces en un escenario improvisado, mucha gente arreglada por encima del hipotético aforo y ninguna salida de emergencia.
A mitad de la noche yo solo quería poder salir de allí para mear. Finalmente, encontré a mi prima. Una de sus amigas era de las que lo había organizado todo. Le pagué diez pavos y le mandó al portero que me sellara para poder volver. Por supuesto, no había comida ni nadie cayó entre mis brazos. Todo mal. Sin embargo, después de aquello me convertí en imparable a la hora de colarme en sitios.
Número 3: SOS. Como una Nochebuena cualquiera a las dos de la noche, estábamos bebiendo en el Arenal antes de ir a Comedia. Uno de los amigos del grupo todavía no había aparecido, sus últimas señales de vida fueron haber dejado por escrito que antes de ir se iba a tomar una copa en casa de otro chaval. Entonces fue cuando primero llamó a mi novia, que no se lo pudo coger, y luego me llamó a mí. Hablaba casi como un indio de película de vaqueros, repitiendo en bucle muy despacio SOS y que necesitaba ayuda. La primera vez no me lo tomé en serio, pero volvió a llamarme y entonces fui a por él.
Si bien habíamos quedado en el Minotauro, tuve que llegar hasta el Telepizza de las Delicias para encontrarlo. Estaba desorientadísimo y fuera de sí como si hubiera visto un fantasma. Decía haber perdido las llaves, pero se las encontré en un bolsillo de la chaqueta. En el momento no me quiso decir qué le pasaba, solamente repetía que había hecho algo muy malo. Finalmente, admitió haber probado MDA.
Le llevé del brazo hasta el Arenal. Por el camino se reventó el labio por mordérselo demasiado fuerte. Llegando, le hice parar en el chino a comprar una botella de agua para que se enjuagara la sangre y se rehidratara, y una bolsita de gominolas para reponer el azúcar que había quemado. El truco funcionó, incluso aguantó toda la noche. Final feliz, nos reímos de su labio reventado y su estado lamentable durante media noche. Si bien me dijo que me devolvería el favor invitándome a comer por aquello y otra igual en la que le tuve que remolcar, entre una cosa y otra nunca cumplió lo prometido.
Número 2: El sabio. Año nuevo, seis días después del SOS, alrededor de las tres o las cuatro en la barra de Librería. El resto de nuestros amigos nos habían vendido para ir a la fiesta del Soho, por lo que solamente quedábamos el tridente de acero. Se nos acerca un pureta hablando por lo bajini. En concreto, fue a por el que tenía pinta de haber salido de un concierto de Fito para preguntarle en clave si vendía cocaína. Tiene gracia que no le preguntara al de la bolsita de gominolas.
Mi colega, entre la borrachera y que estaba empanado, no entendía nada sobre los medios pollos y los polvitos de ángel. Me giré y le dije al tipo en cuestión que no teníamos ni vendíamos nada de eso. Su reacción fue totalmente desproporcionada. De susurrarle a mi amigo pasó a gritarme diciendo que era una conversación privada, no en grupo. Lo repitió varias veces. A pesar del numerito, se nos sentó al lado.
Entonces fue cuando Néstor nos trajo un paquete de palomitas que le habíamos pedido. Como si no hubiera pasado nada, el tipo se nos giró y me preguntó: “Perdona, ¿Te puedo coger una palomita?”. Después de la que me había liado no le iba a decir que sí. Se tomó el no muy mal. Empezó de nuevo a gritarme diciendo que le estaba faltando al respeto, que él era un sabio, había sido profesor de dibujo técnico en Ceuta, como si fuera un mérito de guerra, y que no podía negarle una palomita. Le di la enhorabuena, pero no la palomita.
Se quedó callado y pensativo a nuestro lado. Al poco rato llamó a Néstor y le pidió que pusiera cuatro chupitos. Nosotros le dijimos a Néstor que no le hiciera caso, que no nos los íbamos a tomar. Acabó diciendo que eran todos para él y Néstor los puso. El tipo quiso pasarnos los chupitos como ofrenda de paz, la cual rechazamos. Su última frase estrella fue: “Da mala suerte rechazar el regalo de un sabio”. Se tomó el suyo y se fue. Cuando nos aseguramos de que no volvería yo me tomé el mío, Fito también y el de la bolsita de gominolas no porque dijo que ya iba suficientemente mal. También se acabó yendo. No sabíamos qué hacer con su chupito, pero finalmente Fito lo derramó accidentalmente.
Número 1: Yo soy el Canijo. Como todo gran especial de Navidad, éste debe contar con la presencia de un famoso. Nochebuena, sobre las seis de la mañana en Comedia. Fui a la barra a pedirme la última consumición que me quedaba. La zona del bar estaba completamente vacía. En cierto modo, la siguiente secuencia no es muy distinta a cuando Jack Nicholson pide su famosa copa en El Resplandor. Solo me faltó farfullar que vendería mi alma por un abono para la Primavera Trompetera. Entonces fue cuando noté como de la nada una sombra que se había instalado a mi derecha en la barra. Me giré y vi al Canijo de Jerez. Creo que se dio cuenta de que le estaba mirando. No le dije nada porque siempre me han contado que en estas situaciones no es especialmente simpático.
Volví con mis amigos y empezamos a discutir si era o no el Canijo. Dudamos durante un rato, más que nada porque había alguno que estaba que veía hasta a los elefantes rosas de Dumbo. Llegamos a la conclusión obvia de que sí lo era. Al rato, dispuestos ya a volver a casa, presenciamos en la puerta una gran escena. Uno de los porteros se picó con la chavala que iba con el Canijo, insultándose a muerte. Se metió de por medio el Canijo, siguiendo la misma dinámica. Parecía que se iban a pegar de un momento a otro. El Canijo cogió un botellín vacío que había sobre la máquina de tabaco. Aquí fue cuando la chavala y otra pareja que iba con ellos lo cogieron y se lo llevaron afuera antes de que la cosa acabara mal.
Juan Narváez consiguió calmar los ánimos. Nosotros nos fuimos, intentando asimilar lo que acabábamos de ver. Aun en nuestro asombro no podíamos parar de reír recordando todos los comentarios al respecto del botellín. Cuando estábamos llegando al final de la calle, escuchamos un grito que parecía decir soy El Canijo de Jerez. Aquello fue la guinda.